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¿Tiempo del feminismo de la diferencia?

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Es descorazonador, porque aparentemente esa corriente de militancia interesada en borrar, social y políticamente a la mujer, nacida del núcleo reaccionario del patriarcado, ya no tiene necesariamente rostro de macho medieval, sino de versiones digitales y ultraliberales de una abierta variedad de identidades personales con amable carta de presentación, algunas con rostro impostado de mujer. Además, esta nueva militancia de la autodeterminación identitaria ha creado un discurso propio de doble registro muy eficaz en su penetración populista, viral en la comunicación, y tremendamente resistente a la argumentación en contra: en uno de los planos de ese doble registro, el superficial, aboga en apariencia por la libre determinación, por el empoderamiento de quienes han estado marginados, por la naturalidad de reivindicarse socialmente tal como cada cual se sienta psicológicamente, esperando de esa sociedad reconocimiento y respeto… quién va a negarse a esas propuestas; en el envés, en el otro plano del doble registro, que es oculto, implícito, críptico incluso para las personas que lo defienden, arraiga la convicción social de que la mujer no es más que una denominación sexual que puede ser apropiada por cualquiera que, simplemente, manifieste el deseo de hacerlo. Y en este registro medular más críptico es donde puede encontrarse una quirúrgica obra de agresión misógina salida de la factoría semántica del patriarcado, pues, básicamente, equivale a afirmar que la mujer no existe como tal, como entidad singular, fuera del patriarcado.


‘Zapatos Chinos’ es el título de un libro firmado por la feminista guatemalteca Guisela López y publicado en España por la editorial Insensata, unos zapatos que han martirizado a las mujeres durante siglos tanto en su pie izquierdo como en el derecho.

Aunque de entre los diversos focos en los que el feminismo emergió modernamente como corriente de transformación social con claridad se distingue el frente obrero, con su lucha por la dignidad de las mujeres trabajadoras, no descubrimos ningún secreto si recordamos que los colectivos feministas han recibido reparos, cuando no puntapiés, desde muchas militancias hermanas involucradas en la lucha de clases.

Al feminismo se le ha atribuido, las más de las veces con voz baja o tibia, «interferir», «ralentizar» o «distraer» a la militancia progresista de la tarea más urgente de la lucha de clases, proponiéndosele en cambio retirarse (y permanecer) en un discreto segundo plano esperando a que las conquistas sociales fueran fraguando a partir del activismo obrero y revolucionario, para entonces hacerse ellas, las mujeres, visibles con esas reivindicaciones suyas que, digamos, podían esperar su oportunidad. Ahora, cuando es común ver cómo colectivos de izquierdas adoptan entusiastamente el color morado y las palabras del feminismo (nada que objetar al respecto), no conviene pasar por alto que las mujeres han venido calzando unos «zapatos chinos» que les desollaban los pies tanto por la izquierda como por la derecha, y continúan haciéndolo… puesto que el patriarcado no se para ante las ideologías: el patriarcado es la ideología, la ideología con la que los varones, y las mujeres, nos hemos venido socializado.

Esas críticas desde el obrerismo y la izquierda transformadora hacia el feminismo son históricamente injustas, conceptualmente inapropiadas, y estratégicamente erradas, al menos esto último corroborado por esa adhesión actual que mencionamos de las militancias de clase al feminismo. En lo histórico, son incalculables los débitos que los derechos actuales de la mujer en el trabajo tienen específicamente con el feminismo, aunque desgraciadamente sí se puedan contar las vidas de mujeres que quedaron en el camino mientras luchaban por implantar condiciones laborales dignas para todas las mujeres. En lo conceptual, los reparos de la lucha de clases al feminismo pasan por alto que el sistema social que más desigualdades crea disfrazándolas -mediante el aparato de propaganda más global de la historia- de igualdad de oportunidades (el capitalismo), es el sistema determinado a borrar -o al menos a intentarlo- a la mujer como sujeto político. En lo estratégico, aunque puede que pasen muchos años todavía, acabará demostrándose que la apropiación de privilegios por parte de unos individuos a costa de otros en el capitalismo, con la consiguiente estratificación de la sociedad en clases económicas, y la discriminación histórica de la mujer, son dos caras de la misma moneda: la adquisición y abuso, por la fuerza, de una posición dominante mediante sometimiento, anulación y control del otro, de la otra. El capitalismo como sistema en el que unos acumulan riqueza económica que compra privilegios sociales a costa de la pobreza y marginalidad de otros, de manera muy similar al patriarcado, el sistema en donde unos, los hombres, acumulan privilegio a costa de las mujeres. Todos son engranajes de una maquinaria alimentada por la testosterona de unos pocos abduciendo -y seduciendo con fábulas de machos- a unos muchos.

En lo conceptual, los reparos de la lucha de clases al feminismo pasan por alto que el sistema social que más desigualdades crea disfrazándolas -mediante el aparato de propaganda más global de la historia- de igualdad de oportunidades (el capitalismo), es el sistema determinado a borrar -o al menos a intentarlo- a la mujer como sujeto político

Tal vez la manifestación actual más desagradable, por insidiosa, de simbiosis entre patriarcado y capitalismo, sea la hiperindividualización identitaria de género y sexo a costa del borrado de las mujeres, como si pretendiera crearse un infinito de colectivos sociales formados hasta por una solo persona con sexo por elección, y así diluir entre la individualización el significado de lo común, de lo colectivo. Una sociedad sin conciencia social, pero con identidad sexual a la carta. El sueño húmedo del capitalismo: eliminar al sujeto colectivo, al pueblo (esa denominación que ahora se considera tan antigua), y despojarlo de conciencia de lo común para hacer creer a los individuos que son dueños, y hacedores, de su propio destino; que todo, en la sociedad y en la vida, será como cada cual, egocéntricamente desde sus deseos, determine que tiene que ser. Si no fuera tan trágico sería patético: no es más que el viejo truco del capitalismo para abducir consumidores que compren productos y servicios que no necesitan, manufacturados por todo el mundo en condiciones de precariedad para engrosar beneficios multimillonarios, y acumulen deudas que los esclavicen de por vida bajo los propietarios del capital, modernizado el asunto a través de la microsegmentación de la publicidad en Facebook o de la instrumentación de la bandera del arcoíris por parte de empresas para seducir a nuevos consumidores «empoderados» en sus ultra-individualidades certificadas por decreto-ley.

El sueño húmedo del capitalismo: eliminar al sujeto colectivo, al pueblo (esa denominación que ahora se considera tan antigua), y despojarlo de conciencia de lo común para hacer creer a los individuos que son dueños, y hacedores, de su propio destino

Con respecto a la mujer, el capitalismo no ha hecho más que aplicar una conocida técnica corporativa diseñada con mentalidad darvinista para hacer prevalecer a quien más fuerza -léase más capital- tenga en una junta de accionistas de una empresa: la dilución de acciones, mediante la cual se reduce el valor de cada acción o título de propiedad sometida a una ampliación de capital. De este modo, el patriarcado está arrumbando el valor de la mujer como sujeto político diluyéndolo en una ampliación de capital a un número infinito de nuevas identidades potenciales, cada una de las cuales aduce sus propios agravios históricos de discriminación, y a las que se concede, jurídicamente, ser mujer por mera elección, sin más trámite. Es una operación de dilución de capital que además se basa en una estratagema bien calculada.

A personas que históricamente han sufrido discriminación, persecución y violencia, homofobia y transfobia, y las continúan padeciendo en multitud de países y de circunstancias, por su orientación sexual o por su identidad transexual, y que a través de su activismo habían logrado equiparar derechos civiles que les habían sido menoscabados, el capitalismo las intenta «marketinizar» no como un sujeto político, sino como un activo con alto poder consumista. De algún modo esos derechos civiles de colectivos con historia de discriminación han sido también diluidos dando entrada en la esfera de la acreditación legislativa a toda una serie de nuevas realidades psicológicas sin historial de exclusión, que presentan una construcción personal diferente sobre la identidad, ya no sólo sexual sino existencial, a las que corrientes de opinión con una potencia pocas veces vista (lo que induce a pensar en una sólida financiación, y donde se oye financiación se oye capital, y donde se oye capital se oye supremacismo, y por tanto exclusión, segregación y pobreza) están apoyando en una cruzada global para convertir esas realidades psicológicas en bienes jurídicos objeto de derechos civiles. El proyecto, además, está formulado de tal forma (reconocimiento de nuevos derechos civiles) que hace que quien lo cuestione aparezca poco más o menos ante las citadas corrientes de opinión como un retrógrado o una reaccionaria, un facha o una fascista, o directamente un o una TERF. Hay que reconocer que todo el planteamiento es una obra maestra del marketing.

Como todo lo relacionado con las mujeres que se enfrentan al patriarcado capitalista, se hace pasar por insignificante, cuando no por ocurrencia irreal, la circunstancia de que el reconocimiento de derechos civiles a las nuevas realidades autodeterminadas no cuestiona el patriarcado, ni el capitalismo que los apadrina, sino que por el contrario tiene permisos de aterrizaje y despegue en los aeropuertos del consumismo global sólo a costa de cumplir dos requisitos: que borre el concepto de ‘común’ (evocador de otra bestia negra del capitalismo, el comunismo, hoy impronunciable); y que borre el concepto de ‘mujer’, que ha sido y continuará siendo la bestia negra del patriarcado.

Ahí lo tenemos. Casualidad no parece. Ultraindividualismo feroz del capitalismo neoliberal, que es fuerza de tensión contraria al territorio de lo común de la convivencia social, como cualidad del macho de toda la vida, el que lleva programado como directriz estructural dominar a la mujer. El mismo ultraindividualismo, el que potencia el consumismo que alimenta las innumerables burbujas financieras globales que llevan y mantienen a millones de humanos en la pobreza mientras ven, a través de sus teléfonos móviles, a quienes los someten declarar compromisos de papel contra el cambio climático; ese ultraindividualismo inyectando capital en campañas destinadas a atomizar el concepto de lo común en la sociedad, hasta llenarlo de tantos agujeros que la propia noción que una vez hubo de sociedad compartida no sea más que una red social en la que distribuir ‘likes’ y emoticonos.

La inflación de la desagregación o separación identitarias a partir del rechazo al denominado binarismo ha crecido tan en paralelo a las redes sociales que es inevitable preguntarse si no estamos ante una burbuja financiera más del capitalismo… y sabemos quiénes pagan siempre el costo de esas burbujas: las personas previamente empobrecidas o engañadas con que eran propietarias de algo pagan una parte de la factura; las mujeres, pagan el doble, porque son discriminadas por los hombres que crean las burbujas y por aquellos otros que las padecen, hombres que les pisan un pie, y hombres que les pisan el otro. El dolor es mayor cuando ya habías sido obligada a calzar zapatos chinos desde el nacimiento.

La inflación de la desagregación o separación identitarias a partir del rechazo al denominado binarismo ha crecido tan en paralelo a las redes sociales que es inevitable preguntarse si no estamos ante una burbuja financiera más del capitalismo

Sin confundir esta reflexión con el necesario compromiso de todas y todos en la erradicación de cualquier forma de violencia o exclusión por razón de identidad transexual o de orientación sexual, también en la reparación del daño causado, cabe insinuar que el camino contra cualquier discriminación no puede asfaltarse de nuevo sobre la mujer, no debe hacerse diluyendo -por ampliación de capital- incluso sus propios referentes existenciales troncales hasta hacerlos desaparecer en un magma de derechos civiles al albur de individualidades; un proceso que tiene como consecuencia, pensada estratégicamente por unos pocos y seguida como un ‘follow’ por una agregación de subjetividades desclasadas y alineadas en torno a grupos de interés, el borrado paulatino de las mujeres. Porque eso es lo que sucede: ya no es necesario ser mujer para ser madre; ya puede prescindirse de la mujer para ser mujer; la igualdad de género ya se ha conquistado, pero al modo masculino, sustituyendo a una mujer por «otra mujer»… o, expresado de otra manera más cruda, haciendo legal el fotocopiado de mujeres para quien quiera declarar su identidad de mujer por su deseo sea equivalente a la mujer biológica, hasta hacer inundar la copia original entre sus duplicados.

Con la atomización individualista y el solapamiento casi cuántico de las identidades de sexo y de género, el capitalismo ultraliberal está encantando, y desconcertada la izquierda social transformadora. Los pensamientos progresistas no acaban de encontrar una voz resuelta, un discurso que conjugue, en una misma frase, la defensa de la libertad en orientaciones e identidades sexuales, en la que tradicionalmente han militado las y los progresistas por vocación; con el feminismo, que igualmente por genética es un movimiento emancipador y rebelde ante cualquier modo de opresión. Y asumámoslo, la izquierda está bastante insegura con este tema porque, al fin y al cabo, el asunto trata de mujeres, y la izquierda, como todo, ha estado dominada y continúa estando dominada por varones, por hombres desconcertados.

No es sencillo encarrilar una propuesta integrada de justicia social para contrarrestar pausada pero cualificadamente la propaganda ultracapitalista sobre las nuevas identidades autodeterminadas de género y de sexo, aunque la clave pasa por desarrollar y hacer madurar un concepto que actualmente ejerce de ariete del feminismo, poco pulido, y que de momento ha producido reacciones defensivas y de shock en un auditorio, el de las identidades autodeterminadas de género y de sexo, que se siente navegar con viento favorable -a veces sin darse cuenta, y otras dándosela perfectamente, de quién maneja el ventilador generador de ese impulso. Ese concepto de referencia es el ya mencionado “borrado de las mujeres”, que en España ha tomado cuerpo en una alianza feminista para el activismo.

el camino contra cualquier discriminación no puede asfaltarse de nuevo sobre la mujer, no debe hacerse diluyendo -por ampliación de capital- incluso sus propios referentes existenciales troncales hasta hacerlos desaparecer en un magma de derechos civiles al albur de individualidades; un proceso que tiene como consecuencia, pensada estratégicamente por unos pocos y seguida como un ‘follow’ por una agregación de subjetividades desclasadas y alineadas en torno a grupos de interés, el borrado paulatino de las mujeres.

En un concepto potente pero que corta al tocarlo, porque implica necesariamente que, después del avance de la igualdad entre hombres y mujeres logrado desde siglos de lucha marcados en la piel de mujeres comprometidas, una nutrida corriente de opinión intenta hacer retroceder el tiempo hacia la caverna, allí donde la mujer no tenía existencia social ni política más que como instrumento al servicio del varón y de los deseos masculinos. La actualización de esa caverna no es otra cosa que la posmodernización de los deseos de quien oprime a expensas de quién es oprimida.

una nutrida corriente de opinión intenta hacer retroceder el tiempo hacia la caverna, allí donde la mujer no tenía existencia social ni política más que como instrumento al servicio del varón y de los deseos masculinos.

Es descorazonador, porque aparentemente esa corriente de militancia interesada en borrar, social y políticamente a la mujer, nacida del núcleo reaccionario del patriarcado, ya no tiene necesariamente rostro de macho medieval, sino de versiones digitales y ultraliberales de una abierta variedad de identidades personales con amable carta de presentación, algunas con rostro impostado de mujer. Además, esta nueva militancia de la autodeterminación identitaria ha creado un discurso propio de doble registro muy eficaz en su penetración populista, viral en la comunicación, y tremendamente resistente a la argumentación en contra: en uno de los planos de ese doble registro, el superficial, aboga en apariencia por la libre determinación, por el empoderamiento de quienes han estado marginados, por la naturalidad de reivindicarse socialmente tal como cada cual se sienta psicológicamente, esperando de esa sociedad reconocimiento y respeto… quién va a negarse a esas propuestas; en el envés, en el otro plano del doble registro, que es oculto, implícito, críptico incluso para las personas que lo defienden, arraiga la convicción social de que la mujer no es más que una denominación sexual que puede ser apropiada por cualquiera que, simplemente, manifieste el deseo de hacerlo. Y en este registro medular más críptico es donde puede encontrarse una quirúrgica obra de agresión misógina salida de la factoría semántica del patriarcado, pues, básicamente, equivale a afirmar que la mujer no existe como tal, como entidad singular, fuera del patriarcado.

si la mujer no existe fuera del concepto patriarcal de “mujer”, el que está en vigor en nuestras sociedades, entonces efectivamente cualquiera que lo desee puede ser mujer, puesto que ese concepto el patriarcado ya lo ha puesto a la venta en el mercado capitalista.

En efecto, abrir la posibilidad de que cualquier persona en función de su deseo pueda atribuirse no sólo el género sino también el sexo “mujer” implica que ese constructo “mujer”, el atribuido socialmente al sexo hembra, es un constructo identificable y, además, transferible. Esta instrumentación ya forma parte del conjunto de alertas clásicas del feminismo, que nos viene advirtiendo de que la mujer está y ha estado anulada, sometida, y agredida históricamente por el hombre a través de la imposición de un constructo del género “mujer” o “femenino”, mediante el cual “ser mujer” ha sido, es y todavía será interpretado en las sociedades patriarcales -es decir, en todas- casi exclusivamente en clave masculina. Este código patriarcal que define “mujer” es que el que ahora una identidad autodeterminada de sexo puede auto-adjudicarse por mediación de su propio deseo. Casi que no habría problema con este proceso de apropiación y transferencia en cuanto al género (otra cuestión es el sexo) incluso aunque reproduzca y mantenga códigos patriarcales, puesto que, al fin y a la postre, las mujeres vienen socializándose al igual que los hombres en ese mismo código, se interpretan a sí mismas psicológicamente en función de ese mismo código masculino de “ser mujer”. En cambio, el complejo obstáculo con que nos encontramos es que si ese código es transferible a cualquier identidad de género o de sexo -por ejemplo pongamos por caso, un hombre que se define como “mujer” y desea que le sea reconocida legalmente esa identidad para ser “madre”-, y ésa es la única codificación social transferible de lo que se entiende por ser mujer, entonces no hay concepto de mujer fuera de esa codificación patriarcal transferible, y por tanto la mujer no existe, queda borrada.

De otro modo lo decimos: si la mujer no existe fuera del concepto patriarcal de “mujer”, el que está en vigor en nuestras sociedades, entonces efectivamente cualquiera que lo desee puede ser mujer, puesto que ese concepto el patriarcado ya lo ha puesto a la venta en el mercado capitalista. El hecho existencial de “ser mujer” puede comprarse o, más suavemente, validarse por decreto ley para después sumarse a un colectivo de consumo hacia el que dirigir microtargeting a través de Facebook.

Entonces, aquí llega la pregunta inevitable: ¿hay mujer más allá del patriarcado? Evidentemente. Parece una pregunta farragosa, pero tiene una respuesta sencilla si te has desintoxicado, aunque sea incipientemente, del lavado de cerebro “ultrapatriarcapitalista”: la mujer es todo aquello que no es un hombre. ¿Y qué es eso?

Da miedo decirlo porque durante años nos han -y nos hemos- machacado con que, en aras de la igualdad, no había diferencias biológicas entre hombres y mujeres. No había más remedio que seguir aquel camino, porque avanzar en igualdad jurídica y social ha exigido de las mujeres tragarse el sapo de que la igualdad implicaba “ser iguales” a los hombres, aceptando las reglas del dominador, para utilizando esas reglas cambiar el statu quo. Da reparo decirlo, pero aquello que, por el momento, es intransferible del hecho de ser mujer, con independencia de la codificación patriarcal con que se envuelva al constructo de “ser mujer”, es el hecho biológico y, si apuramos, cromosómico, de la hembra. Y da cierta vergüenza sugerirlo porque hay quien lo verá cercano al “Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva”: nada que ver, pues ese eslogan se inscribe en las campañas para negar la existencia de diferencias de orientación e identidad sexuales, singularidades que aquí no se están poniendo en cuestión y cuyos derechos civiles el feminismo defiende explícitamente. Por el contrario, lo que se propone aquí es que hay una mujer XX que es previa, antecedente, independiente del patriarcado XY, y que esa mujer, tras siglos de ser manipulada, tergiversada, y sepultada por la semántica patriarcal, ahora que comenzaba a ver la luz pretende ser lapidada y enterrada bajo capas y capas de mensajes en redes sociales. Borrada.

o único, y determinante, que evitaba/evita que el hecho de ser biológico de la mujer alcanzara/alcance cotas plenas de igualdad jurídica y social con el varón no es la singularidad biológica, sino la lectura patriarcal y misógina de esa singularidad.

No nos engañemos: lo único, y determinante, que evitaba/evita que el hecho de ser biológico de la mujer alcanzara/alcance cotas plenas de igualdad jurídica y social con el varón no es la singularidad biológica, sino la lectura patriarcal y misógina de esa singularidad. ¡Cuántos estudios científicos no se habrán hecho para demostrar que el cerebro de la mujer no se diferencia en nada del cerebro del hombre! Eso suena demasiado a igualdad masculina como para ignorarlo. Ahora que nos interpelan las identidades autodeterminadas de sexo, y que la mujer proyecta socialmente esa voz que siempre le fue propia, y que más de un siglo de feminismo militante ha logrado liberar del secuestro masculino, tal vez tocaría enfrentar el patriarcado desde otras ópticas. También da un poco de apuro preguntárselo, pero lo vamos a hacer: ¿Ha llegado el tiempo del feminismo de la diferencia?


Fuente: Tribuna Feminista


2021-09


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