Lydia Cacho Diciembre 18 2005
Nunca cuestionaré el derecho de una persona que se siente calumniada a demandar a una periodista. Todos los y las profesionales estamos sujetas a ello.
En los tribunales se debe ventilar con pruebas el hecho de si hubo o no una calumnia en un trabajo periodístico. En el peor de los casos se trata, según la ley, de un delito menor, que alcanza fianza si se responde a los citatorios.
Sin embargo, en este caso, se trata de algo mucho más grave.
Mi trabajo profesional como periodista, en este caso particular, se vincula directamente al otro oficio igual de importante en mi vida: el trabajo de protección y atención directa a mujeres y niñas víctimas de violencia.
Primero: Las cosas fueron maquinadas para fabricar una orden de arresto. Cuando hay una denuncia por difamación la o el juez pide que la o el periodista acuda para responder a la demanda. El problema es que a mí los citatorios del juez nunca me llegaron, pero al juzgado le hicieron pensar que yo los ignoré. Ese desacato, del que yo estaba ajena, es lo que desencadenó la orden de aprehensión por parte del juez quinto de lo penal en Puebla, ciudad en donde origina la denuncia mi demandante, a 1,500 kilómetros de Cancún.
Esta es una violación a mis garantías individuales más elementales, porque no se puede girar una orden de aprehensión sin asegurarse de que la o el acusado no ha recibido los citatorios. Violaron mis garantía constitucionales de los artículos 14,16 y 20 que aseguran mi derecho a ser escuchada ante los tribunales.
Segundo: Una vez lograda la orden de aprehensión, se orquestó todo un operativo para desencadenar un verdadero infierno sobre mi persona.
Se traslada desde Puebla un convoy de dos autos con cinco judiciales; y a ellos se incorporan al menos otros tres vehículos en Quintana Roo, para efectuar un operativo sobre mi persona digno de la aprehensión de un capo del narcotráfico.
La detención se realizó el viernes a las 12:30 al arribar yo a mi oficina. Me rodean cuatro judiciales armados para subirme a un vehiculo, escoltados por cuatro vehículos. El despliegue me hizo pensar lo peor en ese momento. Luego se confirmaría.
Fui llevada a la Procuraduría de Quintana Roo, porque una diligencia de otro estado requiere la autorización de la Procuraduría local. Lo que normalmente es un trámite de varias horas sospechosamente se hizo en versión fast track, en no más de 20 minutos.
Un “secuestro legal”
Se hizo la estrategia para deshacerse de la custodia de agentes de la AFI que me asignó el gobierno federal luego de las numerosas amenazas de muerte que he recibido. En el momento en que me aprehendieron, los AFIs no estaban conmigo, pero llegaron tras de mi a la procuraduría estatal en Cancún. Los judiciales poblanos les aseguraron a los agentes federales que podrían acompañarme en el recorrido por carretera a Puebla. Pero tan pronto hicieron su gestión, me sacaron por la puerta trasera, engañándome y asegurando que iríamos por mi gente, me forzaron a entrar a un auto y se dieron “a la fuga”, para tomar la carretera.
En las oficinas de la Procuraduría se me hizo un examen médico que establece el hecho de sufrir de bronquitis, de encontrarme en recuperación de una neumonía y de la inconveniencia de trasladarme en un viaje largo por carretera. La médica legista responsable expidió el certificado correspondiente, pero los judiciales me sacaron antes de que llegase mi expediente médico del hospital. Cabe señalar, que en estos casos de enfermedad la ley contempla la posibilidad de que el desahogo de pruebas se haga a distancia, o el traslado por vía aérea (1:45 hrs Cancún-Puebla).
Durante mi detención no permitieron acceder a teléfonos ni contacto con mi abogado. Me impidieron tomar medicinas o ropa de abrigo para el viaje a Puebla; les insistí en mi derecho a la salud y me aseguraron que me acompañarían por mis medicamentos y un suéter antes de salir.
La “fuga” se realizó con el apoyo de judiciales de Quintana Roo, quienes escoltaron al convoy para permitir que escaparan con fluidez sobre el tránsito local. Participaron al menos una decena de agentes locales para sacarme a la carretera.
Tortura psicológica y de la otra
Las primeras horas en la carretera me hicieron sentir que el secuestro podría terminar en algo peor. Trato hostil, negativa a permitirme alguna llamada, groserías. Entre ellos comenzaron a conversar las ocasiones en que habían muerto otros prisioneros. Habían leído historias sobre mi en Internet y hacían referencia a un “tipo de Torreón que me quería matar”. Me aseguraron que querían pasar a ver el mar en la noche; me preguntaron si sabía nadar, y uno de ellos habló sobre “la gente que se ahoga”. Me preguntaron por mi libro “sobre un pederasta” y hablaron sobre cómo en las cárceles se viola a los que se meten “en eso”. A mi me llevarían a la cárcel.
En las 20 horas que transcurrimos por carreteras, sólo me dieron alimento y bebida en una ocasión. Durante las primeras horas me negaban la posibilidad de detenernos para ir a algún baño. A lo largo del traslado y pese al empeoramiento de mi afección pulmonar se negaron a detenerse para comprar algún medicamento.
Nunca sabré si realmente estaban esperando alejarse de la península, para proceder a ejercer algún tipo de agresión física, pero me transmitían todas las señales en eses sentido.
Por fortuna, en algún momento, luego de algunas horas, recibieron una llamada de sus superiores, a partir de lo cual el trato fue menos agresivo, fue cambiante, a ratos amable y otros hostil. Luego pude enterarme de que la presión de las ONGs y de las redes de periodistas, enteradas de mi “secuestro”, había propiciado llamadas al gobernador de Puebla para hacerlo responsable de mi integridad. La misma PGR, quien se encontraba a cargo de mi custodia, hizo un señalamiento al gobierno de Puebla en el sentido de que lo hacía responsable de lo que pudiera pasarme en el camino, toda vez que ellos me habían dejado en la indefensión.
Poco antes de llegar a Puebla, en la caseta de entrada, nos interceptó un vehículo para que dos mujeres de la policía intercambiaran lugares con mis captores. La procuraduría de Puebla había informado a los medios que me habían detenido y trasladado mujeres policías, acompañadas de un representante de derechos humanos. Eso es absolutamente falso, aunque lograron mostrar su mascarada para que yo entrara a las oficinas en Puebla flanqueada por mujeres.
Una vez en Puebla, el trámite de mi presentación ante el juez fue lenta y tortuosa. No se me ahorró ninguna de las molestias: detención en un calabozo inmundo, foto de rigor, revisión médica con desnudez, al lado de un cuarto lleno de judiciales con una mampara transparente de por medio.
Finalmente salí a las 15:00 horas, luego de fincarse una fianza de $70,000 pesos pagaderos en efectivo, aunque originalmente era de $108,000 pesos. Hasta el último momento fui advertida de que el trámite no podría terminarse a tiempo Los bancos cierran en sábado a las 2 de la tarde y no me sacaban de la cárcel para declarar ante la Juez (estaban haciendo tiempo) y que me tendría que quedar hasta el 2 de enero, es decir 17 días más tarde.
En resumen:
En el escenario más optimista, lo que se orquestó fue una orden de aprehensión artificial para tener la posibilidad de inflingirme el mayor castigo posible; una especie de vendetta por haberme atrevido a hablar de los poderosos. El traslado, el despliegue desproporcionado de recursos policíacos, la tortura física y psicológica y el típico sabadazo que intentaban aplicarme formaron parte de una maquinación que solo puede explicarse por la “compra” de la justicia por un particular para afectar a una periodista y defensora de derechos humanos.
En el peor escenario, en el caso de que mi equipo y las redes de mujeres y periodistas no hubieran denunciado a tiempo para exhibir este “secuestro legal”, podríamos temernos incluso lo peor. Una ley fuga o alguna agresión física.
Lo cierto es que una simple denuncia por calumnia, improcedente -porque tengo las pruebas de lo que publiqué-, consiguió lo que agresores de mujeres y otros delincuentes de alto calibre no habían logrado en todos mis años como periodista y activista feminista contra la violencia: sacarme de mi ciudad, despojarme de la protección y dejarme completamente indefensa y vulnerable durante más de 20 horas, en zonas aisladas y deshabitadas, sin saber si podría peder la vida a manos de quienes deben impartir justicia.
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