Por Alfonso Oroz, traductor técnico
Hace un par de años, se suscitó un serio debate en varios foros, entre ellos en Naciones Unidas, sobre la traducción del término inglés "gender". En realidad, no se ve bien dónde estaba el problema: sea cual sea el diccionario consultado, "gender" significa exactamente género.
Pero el verdadero debate estaba y está en otra parte, y lo protagonizan las mujeres que defienden sus derechos. En este debate, las mujeres no tratan de dilucidar el significado gramatical de una palabra. De lo que tratan es de proclamar de una vez y para siempre que la dominación que sufren no tiene su raíz en el sexo (concepto fisiológico) sino en el género (concepto sociocultural). No hay ningún problema de traducción del inglés al español, siempre y cuando en ambos idiomas se modifique ligeramente el campo semántico del término. Las feministas de habla inglesa ya lo han hecho, y yo voy a tratar de explicarlo por si todavía queda alguien que no lo ha entendido.
El movimiento feminista lucha contra las teorías que sostienen que ciertos procesos genéticos son los determinantes primarios de la conducta humana, y que en ellos radica la explicación de las diferencias sociales. Las feministas tienen razón: atribuir al sexo la discriminación y las injusticias de todo tipo que han venido sufriendo históricamente las mujeres sería tanto como aceptar que tal discriminación obedece a un designio inmutable que la naturaleza imprime en todo ser humano desde que nace. Si el hombre es más fuerte que la mujer por razones genéticas, éstas no justifican que someta a su voluntad a ese ser que considera de su propiedad, y a quien la educación (impuesta tantas veces a golpes), las convenciones sociales y la tradición han convertido en una persona pobre, pequeña y preñada.
En el sexo radican, evidentemente, gran parte de las diferencias anatómicas y fisiológicas entre la mujer y el hombre: pero sólo ellas. Todas las demás pertenecen al dominio de lo sociocultural, deben incorporarse al ámbito de lo genérico, no de lo sexual. Cuando las feministas hablan de género, se refieren a esas normas socialmente construídas que, con grandes variaciones de una a otra parte del mundo, nos dictan, tanto a los hombres como a las mujeres, el significado y contenido de lo femenino y lo masculino, a esas normas que regulan el grado de adecuación de nuestras conductas, de nuestro aspecto exterior y hasta de nuestras carreras profesionales.
El discurso feminista está muy claro: puesto que no es posible abolir las injusticias suprimiendo las diferencias sexuales (¿quién podría hacerlo, o acaso querría?), suprimamos las diferencias de género, empezando por el lenguaje.
Porque es en el lenguaje donde con mayor claridad se perciben algunas de las pautas sociales que han contribuído a la infravaloración histórica de la condición femenina. Lo peor de todo es que estas influencias sesgadas actúan desde que el niño o la niña tienen uso de razón y, sobre todo, desde que aprenden a leer. Véase por ejemplo la forma en que se presentan en la literatura infantil los papeles estereotipados de ambos sexos: los hombres van a trabajar, las mujeres se quedan en casa. Véanse también los libros de texto utilizados en miles de centros de enseñanza elemental. Según un recuento de los personajes que aparecen en uno de esos libros, en el mundo habría el doble de niños que de niñas, y siete veces más de hombres que de mujeres.
En la lucha por sus derechos, las mujeres se han propuesto modificar deliberadamente el lenguaje: ojalá lo consigan, están en el buen camino. "Podemos encontrar nuevas palabras Ädice una de ellasÄ para una sociedad más equitativa, en la que tanto las mujeres como los hombres puedan hablar libremente, una sociedad cuyas reglas lingüísticas las hagan las mujeres, tanto como los hombres."
Han empezado por la introdución del nuevo concepto de género, o más bien por la ampliación de su campo semántico. No pasa nada, no están destruyendo el lenguaje, no están derribando ningún templo sagrado. Hay que adaptar el lenguaje a la realidad, no lo contrario. Y la realidad está clara: no cabe ya atribuir la histórica discriminación femenina a las diferencias sexuales o genéticas. Aceptemos jugar en un terreno neutral: el del género.
Veamos a guisa de ejemplos, algunas de las pautas tradicionalemente sexistas que han venido utilizándose.
Una cuestión interesante es la forma en la que las diferentes lenguas relacionan el género con las diferencias sexuales. En algunos casos extremos, parece que determinadas lenguas son casi incapaces de expresar la experiencia femenina, a causa de su propia constitución y sintaxis.
Por supuesto, los usos lingüísticos varían entre las diversas sociedades, pero una pauta común es la forma de señalar el estado civil de las mujeres por la manera en que se nombran, mientras que a los hombres no se les aplican tales señales. En inglés, "Miss" designa a una mujer soltera, "Mrs" a una mujer que está casada o que lo ha estado anteriormente. La reciente y muy extendida costumbre de emplear el descriptor "Ms" no denota la insatisfacción de las mujeres con su estado de soltera o de casada, sino que es una forma de denunciar la desigualdad actual de trato, consistente en colocar a las mujeres una etiqueta que revela su estado civil, mientras que no se hace lo mismo con los hombres. En efecto, "Mr" es el único descriptor masculino para adultos, casados o no. En español existen pautas semejantes.
Según lo antedicho, podemos cambiar deliberadamente el uso lingüístico. El siguiente paso consistiría en suprimir todos estos descriptores y confiar en cambio en los nombres. Pero ¿de verdad sería éste un paso lógico?
Otro de los componentes del lenguaje sensible al género, estrechamente relacionado con el anterior, es el de los apellidos. En muchos países, la mujer casada tiene que emplear el apellido del marido. En Japón, por ejemplo, ha tenido que pasar mucho tiempo para que las mujeres, tras una ardua batalla legal, hayan adquirido el derecho a conservar su apellido familiar después de su matrimonio. Se trata de una opción que las mujeres no buscan con frecuencia, pero hay ocasiones en que tiene importancia, como en el caso de las mujeres que ejercen profesiones liberales en las que se han ganado una buena reputación y son conocidas por su apellido de solteras. ¿Tiene o no importancia este problema? Para las mujeres que, según algunos usos sociales, pierden por completo el apellido de su familia, la consecuencia indudable es que su herencia familiar no cuenta. Es mucho más difícil seguir la línea genealógica materna que la paterna; el apellido de un niño indicará, dependiendo de lo acostumbrado en cada país, su línea hereditaria paterna, mientras que la identidad de su madre, junto con su correspondiente aportación genealógica se tornará invisible. Este problema tiene antiguas y hondas raíces en el movimiento feminista; desde hace siglo y medio, la historia del feminismo aporta ejemplos de mujeres que se han resistido a perder su apellido y con él su identidad. Hoy en día, en muchas partes del mundo, las mujeres y los hombres pueden decidir libremente qué apellido usarán después del matrimonio; una vez más, vemos que la intencionalidad puede funcionar, aunque tal vez transcurra mucho tiempo hasta que aparezcan los resultados. La posibilidad de que las mujeres retengan una identidad hasta cierto punto independiente cuando contraen matrimonio ataca en su misma base la visión patriarcal de la familia como compendio de unos papeles biológicamente predestinados a hombres y mujeres. El concepto de mujer como "propiedad" del hombre se ve seriamente amenazado por la petición, al parecer inocua, de conservar el apellido de soltera, o de usar un título que no desvele el estado civil. Debe observarse, sin embargo, que algunas culturas en las que las mujeres están sometidas a fuerte subordinación usan pautas de nomenclatura en las que el apellido de soltera de la mujer no se pierde; a veces, se incorpora a su apellido de casada. Curiosamente, este es el caso español : aquí se usan habitualmente los dos apellidos.
Existe otro problema, ampliamente difundido en muchas partes del mundo. Se trata de la costumbre de usar títulos honoríficos de varias clases para los hombres, pero no para las mujeres. Esta cuestión está relacionada, obviamente, con otros aspectos de la condición social de las mujeres. Por ejemplo, en casi todo el mundo los médicos reciben el tratamiento de Dr. X., mientras que a las enfermeras se las llama por su nombre de pila. En las oficinas, el jefe es el Sr. X., pero las mujeres que desempeñan funciones auxiliares y, a veces, algunas colaboradoras que poseen títulos universitarios se convierten en María o Teresa. Algunas mujeres solicitan formalmente que se utilicen estas fórmulas lingüísticas, lo que refleja su deseo consciente de quitar importancia a estos diferenciales, en lugar de ponerlos de relieve.
Si se usan tratamientos honoríficos para los hombres, también deberán usarse para las mujeres. Cada individuo debiera tener derecho a exigir que se le trate según sus deseos.
También debemos considerar aquí el uso de términos genéricos como "hombre" u "hombres" para designar a toda la humanidad, o dicho de otro modo, la suposición de que el concepto de mujer está incluído en el término "hombre". Se trata de una pauta lingüística comúnmente empleada en textos periodísticos y de otras clases, y en la conversación ordinaria; en esto somos todos y todas culpables, casi a título personal y con pocas excepciones. Aunque técnicamente el término "hombres" puede abarcar a personas de ambos sexos, el uso del masculino sugiere de modo muy claro una referencia a personas masculinas, y contribuye, fuera de toda duda, a la permanente invisibilidad de las vidas de las mujeres y de sus aportaciones a la sociedad. Es lo que sucede en inglés con el uso del término "man" (hombre) en funciones de sufijo para la designación de oficios u otros papeles sociales, como en "salesman" (hombre de ventas, vendedor), "fireman" (hombre del fuego, bombero), "chairman" (hombre que ocupa la sede, presidente), "forefathers" (padres anteriores, antepasados), etc. Para dar solución a este problema, se han propuesto términos tales como "salespersons" (personas de ventas) o "firefighters" (combatientes contra el fuego), "chairpersons" (personas sedentes), "ancestors" (antepasados o antepasadas), para sustitutir a los anteriormente citados. En ocasiones, estas sugerencias no funcionan y a veces conducen a absurdos.
En español, en lugar de "neutralizar" el lenguaje, se acude a veces al extremo opuesto, el de feminizarlo, lo que conduce a aberraciones como "jueza". Para una vez que la terminación es absolutamente neutral, se pretende llevar las cosas a un extremo inadmisible: decimos "una nuez", pero también "un almirez". Recordemos el chiste de Mingote : "El retrato de esta jueza lo ha pintado este artisto". Lo mismo sucede con la atribución de géneros diferentes al sufijo característico del participio activo, diciendo "presidenta" cuando la palabra presidente se refiere tanto al masculino como al femenino, al hombre o a la mujer que preside. Véase si no lo que ocurre con el verbo amar. Quien ama será un o una amante. La mujer que preside una asociación de señoras es la Presidente de la sociedad. Lo contrario conduciría a decir, por ejemplo, que para la elección de la "presidenta" sólo se admitirá el voto de las "asistentas", término admitido por la (mala) costumbre, y que tiene un tufillo despreciativo.
Lo terrible de estas ridículas palabras radica en que consiguen que un problema realmente importante parezca una tontería. En cambio, otro medio de atraer la atención hacia las mujeres (válido tanto en español como en inglés) es el que consiste en referirse a ambos sexos diciendo "mujeres y hombres", es decir, alterando el orden habitual.
Los documentos oficiales del gobierno, los discursos de los líderes políticos, las obras de los intelectuales más prestigiosos son textos que se prestan perfectamente al análisis del lenguaje desde la perspectiva del género
Resumiendo, resulta difícil exagerar la importancia crítica del lenguaje. Por el mero hecho de elegir determinadas palabras, revelamos nuestros conceptos ocultos acerca de la sociedad, y nuestra propia interpretación de la misma. Si cada persona tuviera conciencia de dicho proceso, en definitiva, si nos interrogáramos acerca de las pautas que subyacen en el fondo de nuestras palabras, podríamos encontrar soluciones creativas al problema de unos usos lingüísticos que, o bien ocultan la información sobre las vidas de las mujeres, o la enmascaran con connotaciones inadecuadas. No hay duda de que las personas dedicadas a hacer que se reconozcan plenamente las aportaciones críticas de las mujeres al proceso del desarrollo internacional, cualquiera que sea su nacionalidad, deberían sentirse obligadas a atraer el respeto hacia las mujeres a través de su ejemplo y su labor didáctictica.
Suprimamos entre todos, mujeres y hombres, de una vez y para siempre, las diferencias de género, empezando por el lenguaje. Acostumbrémonos desde ahora a pensar en términos de género, concepto sociocultural, en lugar de hacerlo desde el punto de vista del sexo, un concepto meramente fisiológico.
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