Por Andrés Montero
Ya era hora. Parecía increíble que fuera tan difícil de comprender que un agresor sistemático de mujeres tenía que tener limitado su contacto con niños a los que agredía. Los hijos de una pareja donde un hombre ha torturado a una mujer son víctimas directas de la violencia masculina. Lo refleja la realidad, lo valida cada causa civil por separaciones contenciosas, lo refrendan los estudios académicos. Los juzgados de familia están repletos de informes periciales de psicólogos, oficiales o particulares, que dictaminan el perjuicio directo para la salud de un niño o una niña que puede tener una figura paterna agresora con la madre. Y hasta ahora un gobierno no ha traducido esa realidad aberrante en unas medidas que restañen tanta herida. No aplaudimos que haya sido tarde, pero nos felicitamos porque haya sido.
El Gobierno de Zapatero aprueba un plan de medidas de choque para intervenir en violencia contra la mujer. Es un protocolo transitorio, hasta la redacción y aplicación de una ley integral sobre la violencia contra la mujer. El elenco de iniciativas busca suturar algunas fisuras por las que nuestro sistema social sangra cada año setenta vidas de mujer. Entre ellas, la anulación del régimen de visitas a hijos de maltratadores de quienes una mujer ha logrado finalmente separarse. Hasta el momento, demasiadas sentencias basadas en leyes deficientes han considerado lícito que un hombre que durante años ha golpeado y masacrado a una mujer, puertas hacia adentro de un hogar en donde la violencia convivía con los niños, tenía derecho a verlos tras la separación. Cada visita bajo ese derecho lesivo se convertía así en una reintroducción de la violencia en la vida del niño, en una victimización secundaria que las instituciones promovían para una mujer que no lograba recuperarse del todo. Incluso, no han sido ocasionales precisamente los supuestos en lo que el derecho de visitas se confiaba a un escenario vigilado. Imagínense un agresor entrando en un recinto vigilado por un asistente social a pasar un par o tres de horas, dos veces por semana, con un niño al que ha sometido a violencia durante la infancia.
Pues aunque niños o niñas no sean objeto de un golpe directo, de una descalificación o de un insulto, son víctimas directas de la violencia ejercida contra sus madres. Víctimas directas. El perjuicio a la salud y al desarrollo equilibrado que supone la violencia que padres ejercen contra madres es incontestable, intenso y devastador. En la mayoría de los casos se produce en etapas donde el niño o la niña fraguan su desarrollo psicológico. La violencia descoyunta el primer andamiaje de la personalidad del niño. La personalidad de los pequeños crece torcida. Los hijos de un maltratador crecen ahogados en el miedo. Ellos y ellas son candidatos al diagnóstico de toda la variedad de estreses traumáticos, de depresiones por desesperanza o de trastornos futuros para una personalidad incipiente. Sin un solo golpe. Recibiendo casi por ósmosis, respirándola en la matriz del hogar, la violencia diaria de su padre contra su madre. Las agresiones de una figura primordial de referencia en su desarrollo, el padre, sobre el agente de socialización por excelencia, la madre. Y después de separarse, alguien decide que tienen que seguir afrontando, a solas y sin su madre, a ese hombre con nombre de padre que ha torturado a su madre.
La limitación del régimen de visitas a niños en separaciones es de una sensatez cristalina que la política ha despreciado durante demasiado tiempo. La protección efectiva de las mujeres agredidas que logran separarse es también uno de esos capítulos deficitarios que el Gobierno Zapatero se encamina a estructurar. No es baladí. La mayoría de las mujeres asesinadas son quemadas, acuchilladas, atropelladas, tiroteadas o asfixiadas en el transcurso de procesos de separación. A un agresor sistemático no hay orden de alejamiento que le detenga. Salvo que se encuentre con el muro de la Policía o de la reclusión. Eso le detiene, no por voluntad, sino por contención. Por contención de una sociedad que protege a sus ciudadanas.
Un asunto muy pendiente todavía, que debería abordar claramente la ley integral prometida, es el relativo a la reinserción de los agresores sistemáticos de mujeres. Digo reinserción y no rehabilitación. No son enfermos, sino delincuentes condenados los menos y presuntos los más. La observación científica rigurosa lo confirma hasta quedarse afónica. El 95% por ciento de los agresores de mujeres no sufren padecimiento o psicopatología que condicione su responsabilidad criminal por su violencia. De ahí que los pretendidos programas de reeducación escolar, alguna vez propuestos y basados en conferencias temáticas, sean una broma macabra. Una pincelada más de amarga sorna a añadir a la violencia. Puedo garantizarles que algunos de los agresores que acuden a esos programas escolares realmente aprenden, pero a continuar maltratando con mayores índices de eficiencia.
La reinserción de agresores debe existir. La Constitución de 1978 garantiza que el sistema de justicia penal tenga vocación de reinserción de los desviados que agraden a otro ser humano. Nuestro sistema penal no es retributivo. Precisamente por su horizonte de reinserción, es el mejor escenario para la reincorporación de los maltratadores a la sociedad. La justicia penal. Dispone de medios de verificación, antes del juicio, para determinar si un maltratador padece alguna psicopatología que condicione su responsabilidad criminal. Psiquiatras y psicólogos forenses se encargan de asesorar a los jueces en ello. Noventa y cinco de cada cien criminales agresores de mujeres están en condiciones de ser declarados totalmente culpables de sus delitos. Después, en los supuestos de reclusión, un programa planificado de reinserción con cargo al presupuesto penitenciario. Programas de reinserción con componentes de psicoterapia y la adecuada orientación de género determinados a deconstruir, a desaprender, los esquemas mentales que han venido sosteniendo la dedicación a la violencia y al sometimiento de otra persona en ese individuo.
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