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¿Porque las matan?

Por Andrés Montero Gómez

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A tenor del diagnóstico que hace el Observatorio Estatal de Violencia de Género, las muertes de mujeres por sus parejas masculinas ascienden progresivamente desde principios de esta década, con una mínima reducción en 2005 que inmediatamente repunta al año siguiente. Tal vez el efecto de exigua amortiguación de los femicidios en 2005 tenga relación con la entrada en vigor ese año de la Ley Integral sobre Violencia de Género, considerando además que el pico máximo de las muertes desde entonces hasta la actualidad permanece por debajo de las cifras de la primera parte de la década (de hecho, representa un 11% menos). Lo positivo es que cada mujer menos que muere es una vida que se salva, pero lo negativo continúa siendo que se producen los asesinatos. Quien asesina no es extranjero o nacional, sino hombre. Quien muere, mujer.

Los femicidios son crímenes por convicción, igual que lo es el terrorismo. El asesino tiene la convicción de que es necesario matar. Es difícil de aceptar, pero quizás más de comprender y sobre todo de interiorizar para muchas personas, que la violencia hacia las mujeres tenga relación con el género, es decir, que maten a mujeres por el hecho de serlo. Por ello se ha denominado violencia de género a este tipo de violencia, entendiendo el género, según las ciencias sociales, como la construcción mental que asigna funciones y roles personales e interpersonales diferenciados en función del sexo. Pues bien, es contraintuitivo para muchas personas entender que un hombre, que muchos hombres, asesinen a mujeres simplemente por el hecho de ser mujeres. Cuando muchos ciudadanos reflexionan sobre el argumento de que las mujeres asesinadas anualmente en violencia de género lo han sido por su condición de mujer, no acaban de asimilarlo, no acaban de creérselo. Esta incredulidad tiene dos orígenes. El primero, la socialización de género que todos y todas hemos recibido. El segundo, que cuando pensamos en los agresores de mujeres y nos los intentamos imaginar pensando en matar a la mujer por el hecho de ser mujer, estamos errando en la atribución del pensamiento, les estamos atribuyendo un pensamiento equivocado, porque efectivamente no piensan en matarlas por el hecho de ser mujeres.

¿Qué significa esto? ¿Estamos diciendo que las matan por el hecho de ser mujeres pero que el asesino ni siquiera ha reflexionado sobre ello cuando comete el crimen? De hecho, es justamente así. La explicación es relativamente sencilla, pero hay que estar abierto a entenderla. La violencia de género es un crimen por convicción. El agresor aplica la violencia para mantener el comportamiento de la mujer dentro de unos parámetros que responden, exclusivamente, a la voluntad del hombre. De esta manera, el agresor está convencido de su legitimación para utilizar la violencia con el fin de lograr que la mujer se comporte conforme a un orden determinado. En eso, los agresores de mujeres no se diferencian de ninguno de los dictadores totalitarios que han asolado la historia de la Humanidad. El agresor de género es un dictador que impone su voluntad por medio de violencia en el marco interpersonal de una relación de pareja. Hasta aquí, siguiendo el argumento, todavía no hemos mencionado el componente de género, es decir, ese constructo, definido por la socialización, que asigna roles sociales y personales diferenciados a los individuos en función del sexo.

Pues bien, antes de seguir, debemos llegar a un acuerdo. Tenemos que acordar que la sociedad, tal como la hemos construido, está sustentada en códigos de dominancia masculina sobre la subordinación femenina. No creo que sea difícil, con los matices que sean necesarios, aceptar por la mayoría de la población que, efectivamente, la desigualdad entre hombres y mujeres, descompensada hacia la preponderancia de lo masculino, ha sido la regla dominante sobre la que hemos construido nuestra sociedad. A medida que el progreso ha ido avanzando, nos hemos ido liberando de discriminaciones y esclavitudes. La revolución francesa puso de manifiesto el fin de las esclavitudes de clase, la americana el fin de las esclavitudes de raza y la feminista el fin de la esclavitud de género. Ahora tenemos otras esclavitudes más globales, como la económica, la geoestratégica, pero las democracias han declarado abolidas legalmente aquellas otras tradicionales. Sin embargo, por muy legalmente que se hayan subvertido ciertas esclavitudes, los códigos sociales continúan transmitiéndose de generación a generación.

La igualdad de ley existe, pero todavía tenemos techos, de cristal o de hormigón, que obstaculizan la equidad de acceso y representación entre hombres y mujeres. Esos techos están construidos con nuestros prejuicios, con nuestros modelos mentales, con nuestras formas de entender el mundo. Y estos productos mentales continúan heredándose. La familia es donde se practica la primera y más fuerte socialización. Afortunadamente, la transmisión de códigos de géneros es paulatinamente menos marcada en dominancia masculina en la sociedad de hoy, pero la decadencia del modelo hegemónico de masculinidad es lenta, costará muchas décadas y desigualdades todavía y, ante todo, exige que todos y todas lo tengamos claro, claro que existe y claro que queremos cambiarlo.

La definición de cada rol de género está basada en el modelo sociológico dominante. Ese modelo, de momento y aunque más debilitado, continúa siendo el masculino. El rol que asigna el modelo a los hombres en función de su sexo es dominar y a las mujeres, ser dominadas. Eso es así a grandes rasgos, sin entrar en tonalidades. Si estamos de acuerdo en que la sociedad continúa construyéndose en masculino pero que hay una revolución constante y sostenida hacia la igualdad de género, podremos continuar con el razonamiento que subyace a la violencia de género.

Hay hombres, los agresores de mujeres, que socializados como los demás en el código masculino dominante, entienden que su pareja tiene no sólo que comportarse de una manera determinada, sino que ’ser’ de una manera muy determinada. La violencia de género es el instrumento del agresor para anular la personalidad de la mujer y conformar un nuevo ser, una nueva identidad, sometida y subordinada a los deseos de ese hombre concreto. En la medida en que la mujer opina, siente, razona, se conduce, se comporta, se expresa o se emociona desviándose del patrón de personalidad que el agresor considera debe ser el adecuado para ’su mujer’, el hombre utilizará la violencia. Unos agresores harán uso intensivo de la violencia psicológica, otros la combinarán con violencia física y sexual, pero todos los que la ejercen lo harán con el objetivo de ’reconducir’ la personalidad e identidad de la mujer hacia parámetros de conveniencia masculina. El hombre, en un marco de violencia de género, es el tirano que se cree con legitimidad para someter a la mujer. ¿De dónde procede esa legitimidad? Es autoconcedida, desde luego, pero además ese hombre agresor la entiende conferida por la sociedad, que hace décadas de forma explícita y en la actualidad más tácitamente le ha educado en la convicción de que, en cierto modo, tiene derecho a imponerse a ’su’ mujer, a exigir que ella se comporte como ’debe’ hacerlo una mujer.

Al final, pues, el hombre agresor no ejerce su violencia hacia la mujer en la conciencia literal de que lo hace porque ella es una mujer, sino en la convicción de que tiene derecho a someterla, a corregirla como persona, porque tiene superioridad moral sobre ella. Tal vez, si nos imaginamos la configuración de ese derecho tradicional y hegemónico en la mente del agresor, estaremos en mejores condiciones de entender la secuencia de violencia que conduce al asesinato.

El asesinato de la mujer en violencia de género representa el fracaso del agresor para someterla. En realidad y paradójicamente el agresor no desearía llegar al asesinato, no querría, sino que, en función del código moral que ha establecido para respaldar su conducta autolegitimada de violencia, se ve obligado a llegar a esa solución final. La realidad de muchas mujeres es mucho más trágica y dura de lo que incluso imaginamos. Lo que prefería el violento sería continuar ejerciendo su tiranía y tortura sobre la mujer durante toda la vida. El agresor llega hasta el asesinato porque la mujer quiere ser libre, tener la libertad que nos hemos dado en las imperfectas democracias tras innumerables sacrificios y revoluciones. Así, más del 80% de las muertes en violencia de género se producen en el contexto de una eventual ruptura de la pareja a instancias de una mujer, una esclava, que quiere romper sus ligaduras y reencontrarse con su identidad arrebatada. Por eso las matan.

P.-S.

*Andrés Montero Gómez es Director del Instituto de Psicología de la Violencia


Fuente: El Correo


2008-01


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