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El sótano de la mente

Andrés Montero Gómez

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Lo primero que debemos concluir cuando conocemos casos como el secuestro de una joven por su padre en Austria es su excepcionalidad. Encerrar a una niña en un sótano y someterla a abusos durante décadas es una anormalidad estadística en el ser humano, cierto, pero también nos revela hasta donde llegan los confines ilimitados de nuestra conducta como especie.

La conducta del ser humano sólo es superada por su imaginación para hacer el bien y para hacer el mal, para proveer cuidado y para hacer daño, imaginación que en sí mismo ya es un arranque para el comportamiento. La mayoría de los agresores sexuales, muchos de los agresores de mujeres y buena parte de los asesinos planificados han recreado en su mente los actos violentos antes de llevarlos a cabo. Cualquier cosa que imaginemos es capaz de hacerla el ser humano. Las atrocidades son a menudo individuales y ocasionales si tenemos en cuenta que la inmensa mayoría de la población convive sin llegar a extremos ni siquiera cercanos. Sin embargo, los seres humanos tenemos la mayor de las habilidades mentales para justificar humillaciones, brutalidades y sadismos cuando lo hacemos en grupo, en el anonimato, cuando nos distanciamos de la víctima y la cosificamos. La historia moderna, nuestro pasado siglo XX, es testigo de nazis, de estalinistas y de milosevics que han despojado al humano de su mínima condición personal. Ahora, en la misma actualidad de nuestros días, una banda criminal en Euskadi es capaz de mantener a un ser humano en un zulo la décima parte de tamaño que el austriaco durante 500 días, o secuestrar a un joven y matarlo de un tiro en la nuca en 48 horas. Es cierto que ninguno de estos dos ejemplos sobre ETA escenifican la conducta atroz de un padre con sus hijos pero nos da cuenta de que los mecanismos mentales para sobrepasar límites están en todos los seres humanos.

El ingeniero austriaco Josef Fritzl ha mantenido a su hija 24 años privada de libertad y separada del mundo. El presunto criminal construyó una realidad paralela, completamente al margen, desagregada de la sociedad, para diseñar en su interior un escenario de sometimiento y anulación de otro ser humano, de reinado individual, de expresión de poder omnímodo y totalitario. Aunque sea doloroso escucharlo o leerlo, cuando una persona llega a desarrollar conductas de posesión de otra, las relaciones interpersonales familiares previas son un facilitador del abuso. La mayoría de los abusos cometidos contra niños y niñas provienen de familiares de primer y segundo grado. Hay un número indeterminado de mujeres maltratadas que llevan décadas encerradas en el sótano de sus vidas, ultrajadas, humilladas, anuladas y violadas.

En el punto en el que estamos es complicado reconstruir la historia de abuso de Joseph con exactitud, pero sí es posible anticipar cómo tenía estructurada su mente. Aunque es probable que hiciera vida normal, con dedicación laboral e incluso familiar, también es muy seguro que pasara sobre esta vida pública muy superficialmente, como un personaje anodino y, si no, como alguien rutinario. Ignorando todavía las condiciones en las que comenzó a construir su reinado del terror, lo cierto que es mucho más sencillo hacerlo cuando sometes a un ser humano en la primera década de su vida que si lo haces después. Al igual que el caso de Natascha Kampusch, introducir a una joven de alrededor diez años en un mundo paralelo, disociado del exterior, sometido a un conjunto de reglas totalitarias, es sencillo para un adulto determinado a hacerlo, sobre todo en entornos rurales o en contextos de aislamiento previo. Si además están presentes lazos afectivos o apego parental, la facilitación es bastante probable y la adaptación del menor al nuevo mundo con nuevas reglas cuestión de unos pocos años.

Lo cierto es que una vez traspasada una línea, en el momento en que Fritzl hubiera probado a tener a su hija desaparecida durante, digamos, una semana sin observar consecuencias en su entorno, comenzaría a fantasear con tener un lugar propio en el mundo donde sólo mandara él, donde solamente sus reglas fueran observadas, donde su voluntad fuera la única ley, donde otro ser humano dependiera de él en términos absolutos. Con toda probabilidad, los primeros abusos incestuosos comenzarían a consolidar la realidad paralela en la mente de Fritzl y a acelerar el proceso de adaptación de su hija ultrajada. Comenzado ese camino, ya es complejo detenerse, porque la propia conducta actúa como un escultor de la mente, desarrollando justificaciones para las decisiones tomadas y los abusos cometidos, que pasan inmediatamente a re-etiquetarse como actos que sólo Fritzl y su hija entienden, propios de un mundo propio, que nadie debe conocer porque nadie comprendería, al que nadie debe acceder porque les privarían de su derecho a ser “felices” de la manera que la voluntad del criminal ha impuesto y conquistado por la fuerza de su impunidad. En esa realidad paralela del torturador, el incesto, la procreación con su propia hija y, sobre todo, la reordenación de códigos morales para producir una equivalencia mental entre hija, posesión, amante verdadera, felicidad y mundo propio, se convierten en procesos naturales.

Con todas las prevenciones lógicas en este momento, lo que estoy por anticipar es que Josef Fritzl no tiene más enfermedad mental que el secuestrador de Natascha Kampusch, que es tan normal en términos psicopatológicos como los torturadores de Ortega Lara o como la inmensa mayoría de los agresores de mujeres. La tragedia es que estamos ante personales sin patología mental que en un momento de sus vidas comienzan a articular una fantasía totalitaria sobre como poseer a otro ser humano, como anularlo, y como a través y a costa de esa anulación criminal encontrar un trágico lugar en el mundo. El destino de todos ellos, ese nuevo lugar en el mundo donde llegar a realizarse, al que adaptarse por décadas, debe ser la cárcel.

Publicado en El Correo Vasco



2008-04


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