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Androcentrismo y violencia hacia la mujer

Por Andrés Montero Gómez

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PTE. SOCIEDAD ESPAÑOLA DE PSICOLOGÍA DE LA VIOLENCIA


De nuevo vamos a recordarnos que la violencia hacia la mujer existe. Cada 25 de noviembre. Es bueno que lo hagamos. Por conmemorar. Es decir, por traer a la memoria colectiva, a la memoria compartida, una realidad que nos azota y nos hace cuestionarnos, en la permanencia, la salud de nuestra condición de ciudadanos, de ciudadanas.

La violencia hacia la mujer es una violencia masculina, ejercida por hombres para dominar a mujeres. No existe otra utilidad de la violencia, no la busquen. Quien la ejerce persigue imponer, imponerse él anulando al otro, a la otra. La violencia, cualquier violencia, es la imposición totalitaria de la desigualdad por anulación y sometimiento. Aunque en distintos planos, el terrorista de ETA que asesina en Euskadi busca imponerse totalitariamente sobre nosotros a partir de nuestra identificación con la víctima; el muchacho que en un colegio acosa a otro alumno o alumna pretende restarle del contexto social interpersonal, disminuirle en voluntad, en presencia y en influencia; el atracador que utiliza una navaja para robarle el dinero a un transeúnte quiere congelarle transitoriamente, despojarle de respuesta y de reacción, anular su contribución a la escena; el hombre que ultraja a una mujer busca introducir y mantener con violencia un esquema de desigualdad interpersonal en donde sea él quien decida, quien imponga, quien piense, quien maneje, y ella quien obedezca, se someta, desactive su personalidad y su identidad para que, únicamente, la identidad del agresor se expanda y sature toda la escena interpersonal.

Todas las violencias son un instrumento de anulación o cancelación del otro. También tiene la violencia el componente totalitario del sometimiento. Sin embargo, en pocas violencias como la masculina hacia la mujer despunta otro elemento, un ingrediente que la distingue del resto de violencias. La posesión de la mujer es lo que distingue a la violencia machista de otras agresiones sistemáticas.

El terrorista busca sumisión, igual que el atracador sometimiento. Algunos casos de violencia escolar entre jóvenes y adolescentes reflejan un componente incipiente de posesión. En perspectiva, no obstante, es la violencia machista hacia la mujer en donde se observa con más claridad la vertiente de acción posesiva que el hombre agresor busca y despliega para la víctima sobre quien descarga, paulatina y controladamente, su violencia.

Al contrario de la imposición o de la cadena totalitaria que es inherente a cualquier violencia, la posesión no deberíamos considerarla adherida indisolublemente a las agresiones. Es anterior, previa. En la mayoría de los agresores de mujeres, la violencia es un instrumento, una herramienta para el cumplimiento de un deseo, de una intención, de un objetivo finalista, de un propósito a medio y largo plazo. Ese propósito es lo que distingue a unas violencias de otras, además de las tácticas que cada agresor emplea para traducir operativamente su violencia. Un terrorista disparará un tiro en la nuca o pondrá una bomba o se inmolará, mientras un agresor de mujeres recurrirá a las palizas físicas o a violencia psicológica intensiva o a una combinación de ambas. Tras estas técnicas de empleo de la violencia reside el contenido mental que las sustancia, la idea o el propósito que las genera y que las mantiene. Dilucidar ese propósito es esencial, por ejemplo, a efectos preventivos.

El propósito de la violencia masculina hacia la mujer es anularla y poseerla. El agresor tipo, el sistemático, quien ejerce violencia sostenida y a largo plazo, pega o maltrata a una mujer para hacer de ella una propiedad. La considera suya y utiliza la violencia para mantenerla suya, despojada de libertad y sometida. Quienes consideran que la violencia hacia la mujer no tiene relación con el género del agresor o el sexo de la víctima están pasando por alto determinadas vertientes centrales al problema. Por un momento y a efectos reflexivos vamos a pensar que las estadísticas -que reflejan poderosamente el retrato de que en la violencia de género los agresores son hombres y las víctimas son mujeres- están mal elaboradas, son sesgadas e incompletas y no traducen la realidad de la violencia. De acuerdo. Ahora vamos a plantearnos si existe desigualdad entre hombres y mujeres. Dediquemos un segundo a analizar si el mundo, tal como lo conocemos, no ha sido moldeado por varones, definido por varones y reglado por varones. Recordemos el parecido que tenía la lucha de las sufragistas con la lucha por el fin de la esclavitud. Traigamos a colación que hemos avanzado mucho en igualdad pero que, todavía, gran parte de la población femenina está en situación desigual, que a veces la consecución de derechos ’de iure’ no se corresponde con la realidad de la disparidad en el ejercicio de la representatividad y derechos sociales y culturales entre hombres y mujeres. Hagamos un ejercicio de observación y establezcamos si hemos alcanzado la igualdad entre hombres y mujeres. ¿La respuesta es que sí o que no?

Si la respuesta es que sí, que somos iguales de hecho y derecho, la violencia hacia la mujer no es función de la desigualdad. El hombre no agrede a la mujer para dominarla y poseerla por el hecho de serlo, sino en función de otras variables. Por el contrario, si la respuesta es que no, si reconocemos que la desigualdad entre varones y mujeres todavía es una característica estructural de nuestras sociedades, nos costará menos aceptar que la violencia tiene alguna relación con ella.

La violencia es la expresión extrema de la desigualdad. La sociedad es andocéntrica, menos que ayer y más que mañana, pero desigual. La violencia hacia la mujer se ejerce por hombres. Los hombres son los garantes del androcentrismo. Las mujeres, su cuestionamiento. La violencia es la herramienta para la posesión. La posesión domina y anula. El andocentrismo permanece. Si ustedes, lectoras y lectores, no están de acuerdo, tal vez estos razonamientos sean equivocados. Si lo están, tal vez debamos razonar para ponernos de acuerdo.


Sociedad Española de Psicología de la Violencia


2005-11


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