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Políticas para la igualdad, un proyecto de la izquierda

Por Carmen Martínez Ten

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Publicado en la revista LEVIATAN (1998)


En mi exposición voy a tratar, partiendo de la autonomía de origen del movimiento feminista, de concretar los puntos de coincidencia del feminismo con las estrategias políticas de la izquierda y de analizar esa coincidencia especialmente para España, tanto durante la última etapa como en la actuali­dad.

Comenzando por el origen del movimiento feminista, los brotes de rebelión de las mujeres aparecen a lo largo de toda la historia de la humanidad, pero su nacimiento oficial desde el punto de vista organizado data del siglo XIX. aunque sus raíces ideológicas se remonten a la Ilustración intelectual del siglo XVIII.

La Ilustración defendió la razón frente a la revelación divina y diferentes pensadores ilustrados mantuvieron en ese marco la igualdad entre hombres y mujeres como consecuencia de la atri­bución a ambos sexos de capacidad autónoma de raciocinio. Reunió todo un arsenal de armas intelectuales que apoyaban la causa feminista y que iban desde las ideas de progreso, la dialéctica ley natural y razón hasta la defensa del poder de la edu­cación para la plena realización del individuo.

Más tarde, la Revolución Francesa dio un importante impulso suplementario al de la Ilustración en el desarrollo de la ideóloga feminista. Al calor de la revolución surgieron las primeras organizaciones de mujeres luchando por sus derechos, aunque fueron débiles y efímeras y sus líderes, según los casos, desaparecieran o fueran desaparecidas.

Más de un siglo después, en 1896, se publicó del ensayo de John Stuart Mill «The Subjection of Women», que desde el pen­samiento liberal se convirtió en la biblia del feminismo. Como un exponente de la política del !laissezfaire económico y social del liberalismo, defendía el libre ejercicio para las mujeres de sus facultades como personas. El feminismo se inscribía en un movimiento intelectual más general que defendía la eliminación de las discriminaciones legales contra los individuos a causa de su nacimiento.

El periodo comprendido entre finales del siglo XVIII y me­diados del XIX, en Europa fue testigo de la eliminación gradual y pacífica o repentina y violenta (1848) de las barreras legales que privaban a la mujer del ejercicio de diversos derechos, como participar en el poder político, tener propiedades, ejercer ciertas profesiones o disponer de sus personas libremente. El objetivo inmediato de las feministas era hacer extensivos estos derechos a las mujeres.

A principios del siglo XIX las mujeres no podían votar, ni presentarse a elecciones, ni ocupar cargos públicos y, en mu­chas áreas de Europa, tampoco pertenecer a organizaciones po­líticas o asistir a reuniones de grupos políticos.

Otro gran capítulo de limitaciones era de naturaleza económica. Por ejemplo, la prohibición para las mujeres de tener pro­piedades, la transmisión de los bienes heredados por una mujer al marido al casarse, la prohibición a las mujeres para dedicarse al comercio o tener un negocio, ejercer una profesión u obtener un crédito en su propio nombre. Todas estas limitaciones en ge­neral perseguían y garantizaban que una mujer no se independizase económicamente.

Había un tercer grupo de discriminación que en realidad fundamentaba la negación de los derechos económicos. Era la ne­gación de los derechos básicos en los códigos civil y penal. En la mayoría de los países las mujeres no eran personales legales, no tenían personalidad jurídica para firmar un contrato y eran como «niñas» desde el punto de vista legal. Primero y hasta que se casaban, estaban bajo el poder del padre y necesitaban su permiso para casarse, para trabajar, para cambiar de casa. Eso ocurría también con las mujeres solteras aunque fueran mayores de edad. A partir del matrimonio, todos los poderes pasaban al marido, que disponía de las propiedades, los hijos y los ingresos de la mujer.

Especialmente en los países de Derecho romano (sobre todo los que aplicaban el Código Napoleónico) era relativamente fácil para un hombre conseguir un divorcio pero absolutamente imposible para la mujer. En los casos de confrontación por naci­miento ilegítimo, prostitución o adulterio, la ley castigaba a las mujeres pero permitía eximir al hombre de toda responsabili­dad.

En cualquier clase de asuntos legales, se trataba a las mujeres como a seres inferiores cuya palabra contaba menos que la de un hombre. Finalmente, se discriminaba a las mujeres en la en­señanza, donde los nuevos sistemas de escuela secundaria de principios del siglo XIX se dedicaban sólo a los hijos varones y donde la insuficiencia de la escolarización primaria de las niñas hizo que una gran parte de las mujeres fueran analfabetas. Con­tra esta situación se levantó el feminismo en el siglo XIX en el marco del liberalismo político y con el referente ideológico de la Ilustración.

Pero el feminismo no puede explicarse solamente por su justificación intelectual. Citando textualmente a Evans, cuyo His­toria del feminismo tiene todavía toda su vigencia, «los oríge­nes sociales del feminismo organizado tienen que buscarse en la cambiante posición de las mujeres dentro de las clases medias, y en la cambiante posición de las clases medias dentro de la sociedad y la política en su conjunto». El feminismo en ori­gen fue un movimiento de clase media, como demuestran las investigaciones. Por ejemplo, la mayoría de las cien delegadas que asistieron a la convención de Séneca Falls en 1848 eran mujeres de clase media, y lo mismo ocurría con la mayoría de las 82 miembros de la Unión Alemana por el Sufragio Feme­nino o con la Liga Francesa por los Derechos de la Mujer. La explicación, sobre la que no se trata aquí de extenderse, tiene que ver con la transformación de la familia en la revolución in­dustrial, por un lado. y con el auge de la clase media que la abolición de la aristocracia trajo consigo (liberalismo protes­tante), por otro. Como dice Amelia Valcárcel (Sexo y filosof£a), la polémica podría haber sido una polémica más si no llega a ser por el desarrollo de las fuerzas productivas, dicho en termi­nología marxista, y la transformación social a que este desarro­llo dio lugar.

La igualdad de la mujer por la que abogaba John Stuart Mili era fundamentalmente la igualdad de la mujer de clase media. Cuando Mili hablaba de las clases de empleo a las cuales dese­aba que la mujer tuviera acceso, hablaba de «médicas, abogadas o miembros del Parlamento». Cuando pedía que se concediera a las mujeres casadas el derecho a disponer de sus propiedades, era porque eran mujeres que obviamente tenían propiedades.

Con esto que he querido poner de manifiesto es que el fe­minismo no es en su origen un movimiento hijo del socialismo, sino del liberalismo; lo que conviene tener en cuenta para en­tender que algunas de las reivindicaciones del movimiento ha­yan podido ser asumidas por la derecha o el centro político en diversos momentos históricos. Igualmente, la procedencia de las miembros y líderes del primer movimiento feminista, que era de clase media ilustrada explica, a veces más que la propia natura­leza de las reivindicaciones, los enfrentamientos con el movi­miento obrero, que acusaba al feminismo de ser un movimiento burgués.

A finales del siglo XIX y comienzos del XX, los objetivos del feminismo se concentran en la lucha por el voto y la equiparación política de hombres y mujeres que el sufragismo entendía era la llave de otras transformaciones.

Casi es un lugar común decir que el feminismo y el socia­lismo se llevaron mal durante bastante tiempo. Los partidos so­cialistas rechazaban a las feministas por su procedencia burguesa y de clase media, y los sindicatos obreros se oponían al trabajo de las mujeres.

Sin ir más lejos, en la España republicana la izquierda se opuso al voto de las mujeres argumentando que siendo un voto conservador daría la victoria a la derecha. Clara Campoamor, que defendió en el Parlamento el voto para las mujeres, no era socialista, era del Partido Radical.

Pero desde el pensamiento socialista también se desarrolló una línea de pensamiento que defendía la igualdad entre los se­xos. Fourier y los Saintsimonianos, partiendo también del libe­ralismo y la Ilustración, sentaron las bases para las teorías so­cialistas de la liberación de la mujer. Bebel, en su obra La mujer y el socialismo inició el discurso político respecto a las mujeres de la II Internacional Socialista (fundada en 1889 y que duró hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial), defendiendo la integración de las mujeres en sindicatos y partidos políticos para luchar por la igualdad salarial entre los sexos y la igualdad de derechos en la política y en la enseñanza.

El feminismo sufragista se fue a pique junto con el libera­lismo en los años veinte y treinta, y las mujeres socialdemócratas sufrieron también un enorme descalabro, junto a los partidos de izquierda, por el ascenso de las dictaduras de entreguerras. Sin embargo, cuando resurge, en los años sesenta, el llamado Movimiento de Liberación de la Mujer, lo que está en la base es una combinación de feminismo de izquierdas entendido como una teoría de la emancipación femenina adaptada a las sociedades industriales de finales del siglo XX, y de reivindicaciones en torno a la libertad sexual.

A partir de los años sesenta y setenta una observación pura­mente empírica hace concluir que si ha existido alguna con­fluencia de acción que permita algún tipo de generalización en­tre el movimiento feminista y alguna franja del espectro político, ha sido con las opciones progresistas, y hay en cambio claros ejemplos de confrontación repetida entre las reivindicaciones feministas y las posturas conservadoras o tradicionales.

Y, sin embargo, el feminismo como tal, y entendido como la defensa de la igualdad entre hombres y mujeres, no es patrimo­nio de la izquierda. Aunque la superación de las desigualdades por razón de sexo se relaciona coherentemente con los princi­pios igualitarios de la cultura de izquierdas, una defensa parcial de dicha superación que no implique por ejemplo la redistribución de la riqueza o la intervención del Estado en el desarrollo de políticas sociales puede ser, y de hecho ha sido, defendida y asumida desde otras sensibilidades distintas de las del socia­lismo o de la izquierda.

El feminismo no es la expresión de una conciencia uniforme sino que está integrado por distintas perspectivas y distintas for­mas de analizar las causas de la dominación y la desigualdad y también por distintas propuestas para superarlas.

El feminismo transciende las distintas alternativas del espec­tro político, y a la vez se fragmenta en distintos discursos y pro­puestas. Hay muchos feminismos, e históricamente la formulación política de los mismos ha variado de una época a otra, como demuestra la historia.

El feminismo de la diferencia versus el feminismo de la igualdad son ejemplos de diferentes enfoques del pensamiento feminista. Pero incluso el feminismo de la igualdad como here­dero de la cultura racional e ilustrada puede expresarse en va­riantes distintas de la cultura política.

Con todo esto, unido a la descripción histórica de las raíces o el origen del feminismo, lo que quiero concluir es que no pode­mos sostener que por definición, o por su naturaleza, el femi­nismo sea axiomáticamente de izquierdas, lo que no quiere de­cir que en España las políticas para la igualdad no hayan sido impulsadas en exclusiva por la izquierda, ni que según todas las apariencias vayan a tener que seguir siéndolo.

Pero hay reivindicaciones del ideario feminista que entroncan con el ideario liberal (que no con el neoliberal o paleoconservador de la derecha española), que pueden ser compartidos por mujeres de sensibilidades o culturas políticas distintas. ¿Porqué la reivindicación de la democracia paritaria no va a ser asumida por las mujeres de derechas? No tiene porqué significar pérdida de privilegios para los estratos sociales con mayor poder adqui­sitivo, y no implica mayor carga impositiva. De hecho, el par­tido demócrata cristiano de Kohl acaba de aprobar cuotas para mujeres (30%) en su estructura interna.

¿Es la libre elección de la maternidad a través de la anticoncepción o el aborto un problema que tenga algo que ver con la distribución de la riqueza? Una derecha tan cerril como la espa­ñola y que, como explicaré más adelante, ha sido históricamente incapaz de asumir principios elementales de libertad e igualdad, se ha opuesto frontalmente a este tipo de cuestiones. Porque no se trata solamente de que no las haya impulsado, cosa que puede ser más comprensible que haga la izquierda; es más, la derecha conservadora española ha anatemizado y convertido en señas de identidad la oposición a temas que la derecha europea ha asumido hace tiempo.

Muy brevemente y antes de pasar a intentar explicar porqué el feminismo socialista ha tenido y tendrá que seguir impul­sando sin apoyos previsibles tanto las políticas de igualdad relacionadas con el mantenimiento del Estado del bienestar, como las reivindicaciones relacionadas con la profundización de la democracia y con la realización efectiva de la no discri­minación, querría referirme brevemente a la experiencia de las mujeres suecas. Como refiere Barbara Hobson en su artículo identidades de género. Recursos de poder y Estado de bien­estar» (en Las ciudadanas y la política, Elena Beltrán y Cristina Sánchez, comps., Madrid, Instituto Universitario de Estu­dios de la Mujer, UAM) consiguieron a través de una alianza supra o intrapartidaria avances muy significativos en la situa­ción de las mujeres en su país. Me parece una experiencia in­teresante sobre todo por los logros, más importantes que en otros países.

Como muchos movimientos feministas europeos durante las primeras décadas del siglo XX, en Suecia los grupos de mujeres estaban divididos por lealtades políticas y desacuerdos ideológicos, tanto sobre derechos como sobre sistema« de protección so­cial. Estas diferencias se intensificaron después de la obtención del voto. La década de los años treinta fue un punto de inflexión para los movimientos suecos de mujeres, que pasaron de la marginalidad a una influencia muy considerable. Un número muy importante de organizaciones fueron evolucionando y sus reivindicaciones se convirtieron en una parte esencial de la política nacional. El cemento que aglutinó los intereses de diferen­tes grupos de mujeres fue el concepto de ciudadanía, y la democracia participativa a través de la percepción de las muje­res como un electorado con diferentes papeles sociales, pero que necesitaba una representación política de sus intereses y ne­cesidades.

Desde los años veinte hasta los años cuarenta, las feministas suecas construyen una identidad política en torno a los concep­tos de ciudadanía y participación democrática en el gobierno. Defendían que no existen cuestiones específicas de las mujeres, que todo concierne a las mujeres y lo que las mujeres piensan concierne a todos. Construyen una red muy amplia de organiza­ciones, con diferentes posicionamientos pero que encontraron un lenguaje común y un núcleo de temas que les permitieron construir una coalición de amplio espectro, que comprendía desde la Unión de Mujeres Socialdemócratas hasta la Asocia­ción Nacional de Amas de Casa.

Esta coalición se enfrentó con éxito a la pretensión de negar el derecho al trabajo a las mujeres casadas que había sido moti­vado por la crisis económica de los años treinta y que hizo que todos los partidos del espectro político solicitaran restricciones al trabajo de las mujeres para favorecer el empleo de los hom­bres. Hasta la Asociación Nacional de Amas de Casa se opuso a que dieran a las mujeres una jubilación anticipada con algún tipo de indemnización. Hay que tener en cuenta que en los años treinta en Europa y Estados Unidos se aprobaron leyes que prohibían contratar a mujeres casadas, embarazadas o que tu­viesen hijos. Además de la defensa del empleo de las mujeres. las organizaciones se opusieron al discurso pronatalista arrebatándoles el protagonismo a los antifeministas que defendían la vuelta de las mujeres a su papel de madres, y usando el .debate del discurso de la natalidad en Suecia como un arma muy po­tente para defender el derecho de las trabajadoras a ser madres. De esta forma pusieron las bases para el ’desarrollo de políticas en torno a la creación de infraestructuras como escuelas infan­tiles, horarios flexibles en el trabajo y unas bajas por maternidad-paternidad que siguen siendo las más avanzadas del mundo.

El éxito político del feminismo sueco estriba sobre todo en la defensa de un discurso integrador de los intereses de la ma­yoría de las mujeres y en una estrategia dual de organización. Por un lado, las mujeres utilizaron su influencia como miem­bros de los partidos convenciendo, entre otras cosas, a sus di­rigentes de que a través de sus organizaciones disponían de un electorado movilizado que podía votar por el partido si éste apoyaba sus demandas, y por otro, formando una alianza interpartidista para representar los intereses de las mujeres en los debates públicos y en los circuitos de toma de decisiones. La hegemonía del movimiento la tuvieron las feministas so­cialdemócratas, que impulsaron la extensión del Estado del bienestar hacia nuevas áreas a la vez que aumentaban los derechos de las mujeres. Ahora, en Suecia una nueva coalición de mujeres intenta consolidar una identidad compartida y una normalización que interaccione con las políticas públicas, y que defienda los derechos de participación en la representa­ción política.

Hay que tener en cuenta que la fuerza organizativa del femi­nismo sueco llegó a ser enorme (en un país de 8 millones de personas, la Unión de Mujeres Socialdemócratas llegó a tener 30.000 afiliados y la Asociación Nacional de Amas de Casa, 23.000).

Volviendo a la multiplicidad de feminismos y al tema de mi intervención, creo que, como muestra el ejemplo del femi­nismo sueco, la fuerza del feminismo socialista es, desde mi punto de vista, esa posibilidad de conjugar en un proyecto co­herente las políticas públicas ligadas a la redistribución y los servicios sociales, con profundización de la democracia y la igualdad de derechos. Y además articular desde este proyecto el apoyo de la mayoría de las mujeres y la coordinación en torno a algunas cuestiones con mujeres de otras sensibilidades políticas.

¿Por qué son importantes las políticas públicas y el Estado del bienestar para la igualdad de oportunidades? ¿Por qué la mayor distribución de la riqueza favorece a las mujeres?

En primer lugar, y cito un buen resumen de Carlota Bustelo sobre este tema, porque el Estado del bienestar implica la parti­cipación de la Administración en actividades y servicios rela­cionados con el mundo de la reproducción, que a lo largo de la historia han sido responsabilidad de las mujeres y las han impe­dido participar en el mundo del trabajo y en el espacio de lo público en igualdad de oportunidades con los hombres. Las escue­las infantiles, las residencias y servicios para la tercera edad, los hospitales, la ayuda a domicilio, el sistema sanitario y el educativo benefician a las mujeres no sólo como ciudadanas que tienen derecho a utilizar dichos servicios, sino como ma­dres, hijas, esposas y amas de casa en definitiva.

En segundo lugar, las mujeres como colectivo son más po­bres que los hombres, por muchas razones. Por su menor pre­sencia en el mercado de trabajo y su peor situación en dicho mercado; por su menor acceso a la propiedad, por su vulnerabilidad derivada del hecho de ser madres. Las mujeres son, en to­dos los países, las más pobres entre los pobres, las más marginadas de los marginados y para comprobar esto sólo hay que analizar los datos de nivel de renta o la calidad de vida en fun­ción del sexo.

En tercer lugar, y como demuestran una vez más las estadísti­cas, la extensión del Estado del bienestar amplia el número de puestos de trabajo ocupados por mujeres, que acceden con más facilidad al trabajo en los servicios públicos que en el sector privado.

En esa confluencia de intereses en torno a las políticas públi­cas es donde converge el feminismo con la tradición socialista clásica centrada en la igualdad de oportunidades sociales y eco­nómicas y que garantiza al mismo tiempo los mecanismos nece­sarios para hacer compatibles trabajo y responsabilidades fami­liares.

Pero también existe una confluencia y una mayor capaci­dad simbiótica entre las reivindicaciones feministas de liber­tad personal y autonomía política para las mujeres y el socialismo democrático. Los procesos de estratificación y desigualdad de las sociedades actuales no pueden reducirse a la posición de las personas en el proceso productivo. La desi­gualdad no sólo tiene unas raíces económicas sino que se basa además en factores y variables de tipo cultural, social, biológico, etcétera, que el socialismo democrático debe in­corporar tanto en su análisis de una realidad compleja como en su proyecto político para profundizar la libertad y la igualdad.

Tras el fracaso del socialismo real y las limitaciones demostradas por el feminismo autónomo, la convergencia entre el so­cialismo democrático y el feminismo de igualdad puede ser. como ha dicho Ramón ¥argas Machuca. una fórmula para su­perar desde la síntesis dos concepciones culturales asociadas a lo masculino y a lo femenino: la de lo público y la de lo pri­vado.

El entronque entre el feminismo y el socialismo puede constituir una de las fuentes fundamentales de enriqueci­miento y renovación para el socialismo, no sólo en lo que se refiere a la profundización de la democracia, que también, y por eso la lucha por la democracia paritaria es tan importante, sino además en aquellos que requieren de alternativas novedosas e imaginativas debido a la evolución y a la nueva reali­dad social. Un ejemplo típico lo constituyen las alternativas al creciente problema del desempleo. Las feministas llevan ya años hablando de la necesidad de cambiar el concepto actual de trabajo, tanto en su consideración exclusiva como trabajo asalariado, —ignorando por supuesto el trabajo doméstico y todo aquel que no se realice a cambio de un salario—, como su dimensión en el tiempo y en la vida de las personas. La crisis del desempleo que padece Europa está obligando a bus­car fórmulas viables que impidan la dualización de la socie­dad entre los y las afortunadas con empleo y los parados. Fór­mulas como el mayor reparto del empleo existente, la revalorización del espacio privado, la inversión del tiempo en actividades de voluntariado social, etcétera, ya no parecen tan utópicas como cuando las feministas italianas empezaron a difundir su «ley del tiempo».

Muy recientemente el Gobierno vasco ha anunciado una serie de medidas encaminadas al reparto del empleo impulsadas desde un planteamiento que no sólo incluye los objetivos de lu­cha contra el desempleo, sino además un nuevo concepto del trabajo y del tiempo, y una mayor calidad de vida.

Las aportaciones de feminismo respecto a la organización del tiempo, los horarios, la configuración de los servicios y de los espacios físicos de las ciudades, que responden al análisis de las deficiencias de un modelo que se basaba en la división sexual del trabajo y en el pleno empleo, pueden ser extraordinaria­mente relevantes, no ya para mejorar la situación de las mujeres sino la de la sociedad en su conjunto.

Por otra parte, el feminismo necesita cauces viables para pro­yectar y realizar sus objetivos de igualdad; necesita instrumen­tar políticamente sus alternativas si no quiere verse reducido a la utopía reivindicativa. Por eso no se trata sólo de engarzar coherentemente la teoría entre el feminismo socialista y el socia­lismo democrático. Hay que vertebral’ políticamente los objeti­vos de igualdad y profundización de la democracia. El feminismo llamado autónomo por su propia auto ubicación extrasistema o el feminismo de la diferencia, que rehúsa por mas­culinos los cauces políticos existentes, se condenan a la inmovi­lidad o al menos a la ineficacia, que al final supone la perpetuación de la realidad existente. Como demuestra no sólo la experiencia sueca, sino también la española reciente, trabajar desde y con los partidos políticos seguramente no es suficiente pero desde luego es absolutamente necesario.

Bien, hasta aquí y desde la tesis de que existen diferentes feminismos, he defendido la síntesis que supone el feminismo so­cialista como el marco con mayor potencial para dotar de cohe­rencia y eficacia los objetivos de igualdad y emancipación de las mujeres. Creo que además, y como he expuesto anterior­mente, puede ser la opción hegemónica que en coordinación con otras aglutine y represente los intereses de la mayoría de las mujeres.

Como también he dicho ya, y eso responde a una de las pre­guntas formuladas en la discusión que plantea este seminario, creo que sí existe lo que podíamos llamar un feminismo de derechas o mejor dicho un feminismo de tradición liberal que se orienta hacia la libertad política de las mujeres. Sin em­bargo, el feminismo liberal que defiende la igualdad de opor­tunidades tiene el problema de la distancia entre la igualdad de derechos y la tozuda realidad de la desigualdad en los he­chos. Transformar la realidad implica por ejemplo enfrentarse a las necesidades de las mujeres trabajadoras para hacer com­patibles el trabajo asalariado y las responsabilidades familia­res, por un lado, y por otro a los privilegios masculinos, a las relaciones jerárquicas de dependencia de la dominación mas­culina.

Hay además en España una historia peculiar que probable­mente diferencie los perfiles del movimiento feminista de nues­tro país del de otros países europeos. El movimiento feminista en España tiene sus raíces lejanas en la historia de la Segunda República, y crece y se desarrolla en la resistencia al régimen de Franco y a ideología del nacional-catolicismo.

Como se describe en uno de los primeros libros escritos sobre el feminismo en nuestro país que acaban de publicar Inés Alberdi y Pilar Escario, el feminismo surge, crece y se desarrolla en la transición a la democracia, forma parte de ella y de la oposición a la dictadura; se alimenta de los mismos debates y lu­chas que el conjunto de la oposición a la dictadura y se conso­lida en una serie de logros que cristalizan en los años ochenta. Aunque como señalan las autoras antes citadas, «la gran efer­vescencia de grupos de mujeres dificulta la clasificación de to­das las organizaciones de mujeres, por ideología, reivindicaciones o adscripción política», se puede con ellas hablar de tres corrientes:

a) El «feminismo socialista», más vinculado con los movimientos políticos y las luchas sociales. Esta corriente se identificaba con los partidos políticos de izquierda y admi­tía la doble militancia.

b) El «feminismo radical», que apoyaba a los grupos feministas enemigos de cualquier vinculación a partidos. No admitía más que la militancia única en los grupos feministas porque consideraba el feminismo como una alter­nativa global, aunque defendía el «entrismo» para expan­dir sus planteamientos dentro de los partidos.

Finalmente «la tercera vía», que integraba a los grupos feministas que no estaban especialmente vinculados a nin­gún partido político pero que admitían la doble militancia, por lo que muchas mujeres que trabajaban en ellos eran también militantes de partidos políticos.

El feminismo, entonces, se dibujó en dos alternativas que in­cluían la lucha para cambiar las estructuras sociales desde fuera o la participación en esas estructuras para cambiarlas desde dentro.

Sin embargo y dado el origen del movimiento, en la oposi­ción al franquismo, ni los grupos organizados, ni las grandes tendencias ideológicas dentro del movimiento tenían nada que ver con la derecha política.

Los partidos políticos de izquierda incorporaron, siempre con dificultades y problemas, reivindicaciones del movimiento a la vez que captaban también líderes y militantes. Sin embargo, y con algunas excepciones correspondientes al período del go­bierno de la UCD, la derecha política no fue capaz de incorpo­ración alguna. Defensora de la moral y la familia tradicionales, y demasiado endeudada a la Iglesia católica, la derecha en este país se ha enfrentado una y otra vez a los planteamientos que las feministas intentaban hacer que aceptaran los partidos de iz­quierda, como el aborto, las cuotas de participación política o las acciones positivas.

La creación del Instituto de la Mujer en 1983 fue el resultado de la presión de las mujeres feministas en el partido socialista, y significó la vinculación de una parte del movimiento al Estado y una opción de participar y utilizar la« instituciones para avan­zar en la lucha por la igualdad. La valoración de lo que signi­ficó esta opción es desde mi punto de vista enormemente posi­tiva, porque permitió logros que desde el rechazo al poder no se hubieran conseguido.

Otro frente en el que el feminismo socialista ha sido, como sabemos, especialmente beligerante, ha sido el de la democracia paritaria. A pesar de las dificultades y desde el año 1987, la par­ticipación de las mujeres en el Parlamento se ha ido incrementado paulatinamente y también en este terreno las feministas de izquierda han tenido en contra, además de la resistencia de la mayoría de sus compañeros varones, la de las mujeres de la de­recha.



1997-11


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