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¿Pueden los hombres ser feministas?

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En una ocasión fui negro. Aunque en EEUU me clasifican de latino en el control de fronteras, podría decirse que también me sería aplicable el concepto de caucásico. O que he nacido con la piel blanca, como suele entenderse en el etiquetado étnico global. Y sin embargo, una vez fui negro.

Porque ser negro, como bien saben íntimamente todos quienes han sido y son objeto de abusos y violencia, de discriminación, de devaluación, de cosificación a lo largo de la historia, tiene nada que ver con la piel y bastante más con la diferencia, con ser diferente ante una mayoría (o minoría: véase Sudáfrica) con poder e intención de someter y denigrar desde una construcción ideológica de supremacía. Por tanto, ser negro es un sentimiento existencial impuesto, a la fuerza, por una construcción política.

Estaba de viaje en Trinidad y Tobago, un país en las Indias Occidentales de las Antillas. Aunque su capital es Puerto España, tomó la independencia del Reino Unido y está adscrita políticamente a la Commonwealth. Hablando el inglés como lengua oficial, la población es fundamentalmente negra en un 70%, entre indígenas y afroamericanos.

Allí andaba con un grupo de europeos blancos en un viaje profesional. Cuando llegó el día de marcharse, los horarios de vuelos quisieron que todo el grupo me adelantara en la salida, dejándome casi medio día en solitario para explorar Puerto España. A eso me dediqué, adentrándome en la caribeña ciudad, pajareando aquí y allá. Llegando la hora del almuerzo hice entrada en un restaurante y me acomodé en una mesa, donde fui atendido amable y convenientemente. Había solicitado ya mi elección de menú y mientras estaba en ese momento de espera, cuando tienes la bebida en la mano pero aguardas todavía a que llegue el primer plato, levanté instintivamente la vista a mi alrededor. Era un restaurante bullicioso en el centro de la capital y, por la época, todavía no era común abstraerse en las esperas con el smartphone: no existían. De modo que tenía toda mi atención orientada hacia quienes me rodeaban. Eran todos negros.

En un ecosistema donde la normalidad era la piel oscura, el negro era quien la tuviera blanca. Es decir, de algún modo, en esa situación de prevalencia racial (aunque sabemos que no se trata de razas), tuve la oportunidad de acercarme, de aproximarme ligeramente a percibir qué se siente al ser negro. Aunque era una sensación falsa, impostada, puesto que nadie me estaba discriminando u oprimiendo, sino que me trataban correctamente, como a cualquier otro del lugar. En realidad lo que me embargaba no era un sentimiento genuino ante ningún abuso, sino una transferencia, la proyección de mis prejuicios, de unos sentimientos raciales inoculados culturalmente como una verdadera arma política de destrucción masiva. Estaba siendo invadido por mis propios sesgos de discriminación por razón de piel, que rebotaban en un acto reflejo sobre mi sensación de sentirme diferente. Tras abandonar aquel país volví a ser blanco, pero siempre he recordado aquel episodio como una evidencia viva de los efectos torcidos que en cualquiera puede ejercer una determinada socialización en un contexto cultural concreto.

En la sociedad patriarcal, todos los hombres somos machistas por definición. Algunos se declaran feministas. Cuando me preguntan si me considero un hombre feminista, enseguida me acuerdo de Trinidad y Tobago, y aquella enseñanza me hace responder con cautela.

La respuesta corta a la pregunta es que no, que un hombre no puede ser feminista. Que un hombre llegara a ser feminista implicaría por propia ontología que el feminismo habría ejercido sobre la sociedad toda su capacidad transformadora y, por tanto y una vez lograda, establecida y mantenida la igualdad, el feminismo ya no tendría objeto, y serlo tampoco ni para hombres ni para mujeres.

Por tanto, mi impresión es que los hombres puede “estar feministas”, pero no “ser feministas”. Nos falta el componente existencial. De manera que, igual que fui negro por un rato para volver a constituirme en blanco, puedo ser feminista hasta que el patriarcado y su socialización interiorizada en mí en multitud de hábitos y scripts de conducta inherentemente inconscientes, en modos pautados y recurrentes de pensar sentir y actuar, toman de nuevo posesión de mi identidad existencial y me recargan la construcción política y social del hombre que llevo dentro.

De esto todos los hombres que se declaran feministas deberían ser conscientes y mantener siempre una cierta prudencia autocrítica vigilante. Porque la pregunta del título sería equivalente a plantearse ¿puede un hombre ser mujer? La respuesta corta es que no.

Si un hombre, probablemente en contacto con el feminismo, hubiera tomado la consciencia suficiente del modelo social en que ha sido educado y de su rol en el sistema patriarcal; si tras la consciencia hubiera profundizado en la teoría feminista; si tras la profundización hubiera efectuado un ejercicio introspectivo y correctivo constante de desarraigo de esos modos pautados y recurrentes de pensar, sentir y actuar sobre las mujeres; y si además aplicara en su comportamiento habitual rutinas activas de acción igualitaria… si todo estos condicionales se dieran, tal vez tendríamos a un hombre que se aproxima a “estar” en el feminismo. No obstante, estar del todo en el feminismo requiere todavía algo más.

Ese algo más que requiere, para el hombre, es adherirse, sumarse al liderazgo ejercido por las mujeres feministas. Entonces “estará” en el feminismo, militará en el feminismo, pero a mi modo de ver no llegará a “ser” feminista. Y debería aspirar a serlo únicamente en sentido finalista, es decir, en la certeza de que llegar a serlo conllevaría que la sociedad patriarcal habría sido desnaturalizada y que ser feminista sería una cualidad del propio sistema social y no de sus individuos.

Igual que autosospechaba de ese blanco que pretendía ser un negro porque estaba en minoría, también sospecho con sana prevención de todos los hombres que se autodeclaran feministas. Tal como ocurre con todos los sistemas de abuso -y el patriarcado ha venido siendo socialmente el más omnicomprensivo- quienes ostentan los privilegios de la clase dominante pueden tomar consciencia de dejar atrás esos privilegios, pero desarraigarlos de los automatismos de la conducta no es tan sencillo ni se muestra tan evidente. Expresándolo en términos generales y sin hacer justicia a las excepciones (que las habrá como en toda estadística), el hombre que “está” en el feminismo continúa programado en el patriarcado y más temprano que tarde mostrará tics de conducta, hábitos parásitos, que pondrán de manifiesto que lejos de “ser” todavía “está”: le costará adscribirse al liderazgo de mujeres y mantener un perfil subordinado o secundario; se le hará cuesta arriba no pensar que el conocimiento no es suyo sino de ellas; tendrá que esforzarse mucho para dejar a las mujeres expresar sus opiniones, escuchándolas y no intentando sentar cátedra sobre ellas; le asaltarán constantemente impulsos egocéntricos de protagonismo; pensará muy rápidamente que ya sabe lo suficiente de feminismo; y, en definitiva, acabará pretendiendo ser ejemplo y prototipo de algo.

Por tanto, conscientes y convencidas de que el feminismo es una fuerza transformadora de lo social, parece ser un requisito de éxito la entrada activa del hombre en esa militancia de subversión de los códigos dominantes. No obstante, al igual que en el resto de las políticas de igualdad, también aquí, sobre todo aquí estructuralmente, hay que aplicar los principios de discriminación positiva: el papel del hombre debe de ser el de un militante aliado que está inscrito en el liderazgo feminista de la mujer hasta que el sistema esté en condiciones de igualdad. Y en ese camino, el hombre hacerse con la suficiente lucidez como para saber que intuir ocasionalmente lo que se siente al ser mujer no le convierte a uno en mujer… ni en feminista.


Fuente: Tribuna Feminista


2018-11


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