Por Francesc Relea
Eufrosina Cruz Mendoza, de 27 años, se ha convertido en el referente de la lucha de las mujeres indígenas del Estado mexicano de Oaxaca que reclaman el derecho a participar en la vida política. Desde el 4 de noviembre, esta joven de la etnia zapoteca libra una batalla desigual que ha puesto sobre la mesa los abusos de la tradición ancestral de usos y costumbres en las comunidades indígenas.
Eufrosina se postuló para alcaldesa. Sus papeletas acabaron en la basura
Las mujeres tienen prohibida la entrada en la asamblea del pueblo
De los 570 municipios de Oaxaca, 418 se rigen por esas prácticas milenarias, y en un centenar la palabra mujer no existe en las leyes comunitarias, lo que le impide votar y participar como candidata en las elecciones municipales. Contra viento y marea, Eufrosina quiso ser alcalde de Santa María Quiegolani, un municipio donde el poder político está exclusivamente en manos de los hombres. Lo intentó, inscribió su candidatura al margen de la asamblea del pueblo, y sus papeletas acabaron en la basura. La mujer no tira la toalla y ha puesto en pie el Movimiento Quiegolani por la Equidad de Género, que crece como una mancha de aceite en tierras indígenas de Oaxaca y amenaza con extenderse a otros Estados.
En México existen 62 pueblos y comunidades indígenas, aunque en el país se hablan más de 85 lenguas y sus respectivas variantes. La población indígena asciende a 13 millones de personas, que representan el 12% de todos los mexicanos. La mayoría se concentran en Oaxaca, Guerrero y Chiapas, los Estados más pobres y con los índices de desarrollo humano y social más bajos de toda la república. En Oaxaca hay más de 15 grupos étnicos, como los zapotecos, chontales, mixtecos y triquis, y se hablan 16 lenguas indígenas.
Un municipio de 1.300 habitantes, oculto en el mapa, que está a seis horas de la capital del Estado a través de una pista de tierra que se encarama por la Sierra Sur, es hoy noticia en México. La atención de los medios de comunicación aumentó cuando el pasado 18 de enero el gobernador oaxaqueño, Ulises Ruiz, realizó una visita histórica a Quiegolani. Era la primera vez que la máxima autoridad del Estado se dejaba ver por aquellas tierras olvidadas. Eufrosina Cruz no desaprovechó la oportunidad. Ni corta ni perezosa se plantó ante el señor gobernador, y en tono firme le anunció que no reconocería jamás la autoridad del alcalde que ganó la dudosa elección de noviembre. "No respeto al alcalde, porque sería darle la razón a los abusos y costumbres. Le dije al gobernador que vigilaré la actuación de las nuevas autoridades y estaré atenta a que no se violen los derechos de mi gente".
El jefe del Gobierno estatal exhortó al alcalde a impulsar la participación activa de las mujeres en las elecciones municipales, y de regreso a Oaxaca promovió una iniciativa de ley en este sentido, que la diputada Sofía Castro, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), presentó el jueves pasado en el Congreso del Estado. Las autoridades se empiezan a dar cuenta de que algo se mueve en las comunidades indígenas oaxaqueñas, y ya hay quien habla de la revolución de los alcatraces (denominación local de las flores calas), símbolo de las mujeres indígenas de Quiegolani. Las puertas de los despachos oficiales ya se abren para Eufrosina, que empieza a recibir promesas e invitaciones a participar en foros internacionales.
"No me convertiré en uno de ellos, no traicionaré a mi gente", dice con voz firme junto al fuego, mientras su madre prepara tortillas de maíz. "Tengo a mis padres que viven allí, veo la tristeza, la injusticia en las caras de las mujeres, veo sus manos endurecidas... Las tengo grabadas en mi mente". El origen de la historia de Eufrosina Cruz tiene que ver con la vida que le espera a toda mujer en esta aldea zapoteca: levantarse a las tres de la madrugada, ir al campo a buscar leña, moler maíz, preparar las tortillas, atender a los hijos y limpiar la casa. Y así, día tras día. "Yo no quería vivir eso, por eso salí del pueblo". Tenía 11 años. "Vi por primera vez un autobús, llegué a una comunidad desconocida, y luego a una ciudad gigantesca. Escuché por primera vez hablar español".
Obtuvo una beca a base de dar clases en una comunidad muy pobre y pudo terminar una carrera universitaria. Cuando volvía a su pueblo de vacaciones veía la misma situación. El reloj seguía parado en Quiegolani. "Mi hermana no paraba de tener hijos. Tuvo nueve, aunque murieron tres. Mi mamá seguía levantándose a las tres de la madrugada, y mi papá caminaba dos horas para ir al ranchito". Quiso ser alcaldesa con la esperanza de que las cosas podían cambiar. Pero aquel 4 de noviembre tropezó con la dura realidad. "Ahí me di cuenta de que las mujeres somos como una pared blanca. Nadie se arriesga por nosotras, empezando por los maridos, los políticos y mucho menos las organizaciones. Somos una pared blanca en la que nadie se atreve a escribir. Yo me arriesgué y me estoy enfrentando a una cantidad inmensa de obstáculos que no sé cómo derribaré".
Sus enemigos en el pueblo difunden toda clase de chismes, dicen que la china está loca, que sus padres no le hablan, que anda como perra rabiosa y que hay que pararla como sea, con un balazo si es preciso. Y doña Guadalupe Mendoza, 67 años, madre de Eufrosina, no logra conciliar el sueño, porque el miedo se apodera del cuerpo. Sabe bien cómo las gasta la gente mala. Al caer la noche, unas 50 mujeres se reúnen en una casa de una vecina. Es la guarida. Asisten también algunos hombres que apoyan el movimiento. "Queremos hacer ruido para que nos hagan caso como mujeres", dice Eva Olivera, maestra chontal. "Sí se acuerdan de nosotras cuando hay elecciones presidenciales, cuando los partidos necesitan votos, pero no para elegir a nuestras autoridades".
"Este movimiento empezó en noviembre", recuerda Eufrosina, a quien todos los asistentes escuchan con devoción. "Quizá no hemos logrado muchas cosas, pero ahí vamos. Los usos y costumbres no pueden estar por encima de la Constitución". Una de las mujeres cuenta las amenazas de muerte que ha recibido, y Eufrosina recuerda que ha presentado denuncia ante la fiscalía de la nación.
En la sede del Ayuntamiento, Eloy Mendoza, el nuevo alcalde que asumió el 1 de enero, habla de una costumbre milenaria en el municipio. "Para la señora Eufrosina, todo mi respeto", dice con un tono que suena a sarcasmo. "Lamentablemente, sólo pudieron votar los hombres. En esta ocasión, ella quiso competir y fue aceptada por un grupo de ciudadanos, pero el detalle es que no vive en la comunidad. Uno de los puntos de los usos y costumbres es que todo candidato debe vivir en la comunidad". "Yo comparto mucho la idea de una participación activa de las mujeres en las cuestiones políticas", añade. ¿No es hora de que los usos y costumbres empiecen a cambiar? "Bien, muy bien, estoy de acuerdo", responde el alcalde. "El cambio es un proceso gradual que tiene que desembocar en la máxima autoridad, que es la asamblea del pueblo, que determinará qué hacer". Las mujeres tienen prohibida la entrada en dicha asamblea.
La peruana Katya Salazar es la directora de programas de la Fundación para el Debido Proceso Legal (DPLF, por sus siglas en inglés), con sede en Washington. Desde hace tres años desarrolla una intensa actividad en México, particularmente en el Estado de Oaxaca. "Es el único lugar del mundo en que la ley reconoce la elección por usos y costumbres", dice. "El código electoral de Oaxaca no prohíbe la participación de las mujeres, son las propias reglas de algunas comunidades las que lo prohíben". Salazar subraya que los usos y costumbres son Derecho indígena. "Hay costumbres que tienen que cambiar, de igual modo que hay leyes que tienen que cambiar", dice al recordar que "en América Latina, la justicia formal, los poderes judiciales no llegan a todos los rincones. Ni llegarán. No por mala fe, sino porque el poder judicial no tiene capacidad suficiente. ¿Qué ocurre cuando se comete un delito? Aparecen mecanismos espontáneos en el interior de las comunidades para resolver conflictos. Lo que diga una autoridad comunal tiene más peso que lo que diga Juan Pérez, que viene de la capital, que está a ocho horas". La antropóloga Margarita Dalton, con un doctorado por la Universidad de Barcelona, tiene documentados más de 30 casos de obstáculos y amenazas a mujeres alcaldes o candidatas al cargo en municipios regidos por los usos y costumbres, y en aquéllos gobernados por los partidos políticos tradicionales. Tomasa de León, alcaldesa de Yolomecatl, en la Mixteca, se vio obligada a renunciar ante la presión de los hombres. En la costa oaxaqueña, Lupita Ávila Salina, del Partido de la Revolución Democrática (PRD), prometió durante la campaña hacer transparentar el uso de los recursos por parte del alcalde saliente, del PRI. Después de ganar las elecciones, Ávila fue asesinada por su antecesor, que sigue en libertad.
Eufrosina Cruz tiene ahora otro sueño: ser abogada "para poder interpretar la ley como la interpretaron los diputados, y defenderme de nuestros adversarios con sus mismas herramientas".
La difícil armonía entre ley y tradición
La legislación exige que las normas indígenas se ajusten a la Constitución
F. R. - Oaxaca - 10/02/2008
Las aberraciones no son patrimonio de la jurisdicción indígena, donde autoridades elegidas por miembros de las propias comunidades indígenas resuelven sus conflictos o establecen derechos en el marco de los usos y costumbres. Norma Reyes, directora del Instituto de la Mujer de Oaxaca (IMO), refiere que la legislación mexicana no está exenta de auténticos disparates que violan los derechos de las mujeres. Hasta hace menos de dos años, el Código de Procedimientos Penales del Estado de Oaxaca tenía tipificado como atenuante el homicidio por honor. Para el hombre, por supuesto. El artículo 293 de dicho código justificaba los crímenes contra mujeres al tomar en cuenta “el honor de los hombres”.
Si un varón sorprendía a su cónyuge “en acto carnal o próximo a su consumación” y mataba a uno o a los dos, su condena era atenuada —“de las dos terceras partes del mínimo a las dos terceras partes del máximo o de la sanción que corresponda a un homicidio simple intencional”—, por tratarse de un crimen por honor. El criterio no era igual en el caso de las mujeres, que podían enfrentar hasta 30 años de prisión por el mismo delito. El 8 de marzo de 2006, Día Internacional de la Mujer, el Congreso de Oaxaca derogó el citado artículo del Código Penal.
En otros Estados de la República, el homicidio por honor es conocido con el eufemismo de homicidio por estado de emoción violenta, que, según Norma Reyes, garantiza una condena baja a quien mate a su cónyuge y esgrima que lo descubrió o la descubrió “en el acto carnal o próximo a su consumación”. Ningún jurista ha podido definir el concepto “próximo a su consumación”.
En los últimos tiempos, también han desaparecido de la legislación oaxaqueña aberraciones como la que impedía sancionar la costumbre ancestral del rapto de una mujer para obligarla a casarse, que se definía como simple privación ilegal de libertad, a la que se aplicaba una sanción administrativa.
“En algunas comunidades indígenas, cambiar una muchacha por una caja de cervezas está considerado, según los usos y costumbres, como privación ilegal de libertad”, dice Norma Reyes. “Al igual que la violación con fines de matrimonio”.
Desde 1988 empezaron reformas en Oaxaca para reconocer su carácter multicultural, multiétnico y multilingüístico. Había un movimiento indigenista muy fuerte que pedía el reconocimiento de la realidad de estos pueblos. Aquel año, el Congreso de Oaxaca aprobó la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas, que reconoce la existencia de 15 pueblos indígenas. La nueva normativa no era ajena a la rebelión zapatista que comenzó cuatro años antes en el Estado de Chiapas.
La ley contempla “la existencia de sistemas normativos internos de los pueblos y comunidades indígenas con características propias y específicas en cada pueblo, comunidad y municipio del Estado, basados en sus tradiciones ancestrales y que se han transmitido oralmente por generaciones, enriqueciéndose y adaptándose con el paso del tiempo a diversas circunstancias”. El artículo 29 reconoce la validez de las normas internas de los pueblos y comunidades indígenas, “siempre y cuando no contravengan la Constitución Política del Estado, las leyes estatales vigentes ni vulneren derechos humanos ni de terceros”.
El artículo 46 va más allá y señala que “el Estado promoverá, en el marco de las prácticas tradicionales de las comunidades y pueblos indígenas, la participación plena de las mujeres en tareas y actividades que éstos no contemplan y que tiendan a lograr su realización, su superación, así como el reconocimiento y el respeto a su dignidad”.
Como colofón, en el artículo 49, “el Estado asume la obligación de propiciar la información, la capacitación, la difusión y el diálogo, para que los pueblos y comunidades indígenas tomen medidas tendientes a lograr la participación plena de las mujeres en la vida política, económica, social y cultural de los mismos, a fin de cumplir cabalmente con el mandato del artículo 12 de la Constitución Estatal”. La realidad es, en palabras de la antropóloga Margarita Dalton, que en la sociedad oaxaqueña “las mujeres no participan mucho, sean o no de comunidades indígenas”.
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