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Ni Putas ni Sumisas. El sexo en los guetos urbanos.

Por Fadela Amara

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Texto extraido del libro "Ni putas ni sumisas" sobre la creación de este movimiento feminista. Un movimiento de denuncia de la violencia y la opresión que las jóvenes inmigrantes viven en los barrios marginales, que ha levantado ampollas pero que también ha roto el tabú.


El sexo en los guetos urbanos. Fadela Amara

La sexualidad en las barriadas obreras siempre ha sido un tema tabú, y, precisamente por ello, se ha convertido en una cuestión fundamental: el sexo ha pasado a ser objeto de todas las conversaciones, de todos los fantasmas, pero sin referencias y sin libertad. Cuando yo era adolescente no se hablaba de ello con los adultos, y ni siquiera se abordaban las cuestiones relacionadas con la pubertad, como, por ejemplo, la primera regla. Una chica descubría su cuerpo y sus transformaciones por sí misma. Afortunadamente, en el instituto nos daban clase de educación sexual y allí podíamos hacer preguntas, entre dos ataques de risa tonta. Cuando ya tenían la regla, las cosas se hacían más difíciles para las chicas. Lo único que sus madres les decían podría resumirse en los siguientes términos: "¡Se acabaron los chicos!". Una joven decente no podía andar por la calle porque corría el riesgo de quedarse embarazada. Era el único discurso vinculado con la sexualidad que las chicas oían. De lo demás, de todo lo referente al acto sexual o a la vida amorosa, era imposible hablar.

Fuente de violencia Veinte años más tarde, la situación ha empeorado. En las barriadas obreras no existe prácticamente otra educación sexual que la que se recibe a través de las cintas de vídeo porno que pasan de mano en mano. Una vez más, estoy convencida de que el papel de la educación pública francesa es fundamental. Para paliar las carencias, la escuela ha de desempeñar un papel motor en la educación, en su sentido más amplio, de los futuros ciudadanos. Por eso las clases de educación sexual que se imparten en los centros escolares han de ampliarse para abarcar cuestiones como el deseo, el placer, el respeto al compañero o a la compañera, cualquiera que éste o ésta sean, y no abordar sólo la prevención del sida, por muy importante que la cuestión siga siendo hoy.

Más allá de la miseria cultural, una auténtica miseria sexual hace estragos en los suburbios, y esta frustración ha alimentado la violencia. Para seducir a otra persona, para construir una relación, al menos hay que poder acercarse a ella, que se produzca un intercambio en un ambiente sosegado. Esto se ha vuelto imposible en las barriadas obreras, donde la mixidad ha desaparecido. La presión moral que se ejerce sobre las chicas es increíblemente fuerte y cualquier relación amorosa queda adulterada. El imperativo de la virginidad pesa en la vida diaria de las chicas, que saben que más les vale que no las desfloren, pues de lo contrario pagarán un altísimo precio. Una chica que se ha acostado pierde su reputación. Toda la barriada se entera y la chica lleva la infamia como si fuera una marca impresa con un hierro candente. No es una chica decente, sino una chica fácil, a la que llaman guarra y a la que tratan como si lo fuera. A partir de ahí, los tíos de la barriada pueden permitírselo todo con ella.

En semejante sistema de relaciones, entre chicos y chicas sólo puede haber historias de amor cojas, llenas de malestar y de prejuicios. Lo que debería ser una relación natural, espontánea. se vive como una transgresión, un pecado susceptible de provocar una sanción por parte del tribunal social. ¡A lo que se suma el rechazo de los demás y la amenaza de un castigo divino! A las relaciones amorosas les cuesta desarrollarse en las barriadas obreras. A los chicos tampoco les resulta sencillo vivirlas. Cuando un chico está enamorado -aquí decimos que está quécro-, los demás le consideran como un bufón, por eso hará todo lo posible por ocultarlo. Y es que en la tribu masculina los sentimientos se consideran signos de debilidad y sólo priman los valores viriles. Un chico enamorado puede ser muy tierno con su compañera en la intimidad y tratarla como un felpudo en público. Para una chica, salir con un chico que pertenece a una pandilla puede convertirse enseguida en un infierno, porque los demás chicos siempre se entrometen.

He podido observar esta transformación con ocasión de discusiones cara a cara con chicos jóvenes. Cuando están solos saben mostrarse tranquilos, dulces, atentos. Algunos pueden hacer declaraciones extraordinarias, recitar poemas, escribir cartas que parecen de Alfred de Musset en la jerga de los suburbios. Pero en cuanto se les unen los amigos, sufren una metamorfosis: cambian de lenguaje y de actitud frente a las chicas, e inmediatamente integran la violencia como forma de expresión. Cuando los hombres están en grupo, la agresividad vuelve a dominar. Un chico también procurará no salir con las hermanas de sus amigos, porque esa relación se percibiría como una traición. A veces se producen historias del tipo Romeo y Julieta al pie de las torres de pisos: una chica y un chico del mismo barrio, criados juntos, se enamoran, pero no pueden vivir su historia porque el chico no puede hacerle eso a su colega.

Para demostrar su conformidad con el modelo de macho, los chicos se hacen los duros y se jactan de "consumir amiguitas". Algunos, claro está, no comparten este modelo, pero, para que les dejen en paz, hacen gala de un comportamiento idéntico. Por consiguiente, un ligue nunca dura mucho. Los más duros durísimos tratan a las chicas como objetos que se pueden pasar de unos a otros. Algunos incluso llegan a compartir a su amiguita y a urdir auténticas trampas para ganarse la aprobación del grupo. Son los fenómenos de las violaciones colectivas, que en ocasiones van acompañadas de actos vandálicos. Samira Bellil lo explica perfectamente en su libro, y también recogimos, con ocasión de la Marcha, algunos testimonios terribles, como el de una directora de instituto que nos contó que, unos años atrás, dos de sus alumnos, hermano y hermana, habían muerto la misma noche. El chico tenía 15 años, y su hermana, 13. "Aquella noche", nos explicó, "unos amigos vinieron a buscarlo a casa porque organizaban una violación colectiva en unas chabolas que había no muy lejos de allí. Eran tíos de otro barrio, a los que no conocía demasiado, pero se fue con ellos. Cuando llegaron al lugar, la violación ya había empezado. Y ella era su hermana. Entonces perdió los estribos, corrió a casa, cogió el arma de su padre, volvió al lugar y se puso a dispararles a todos, empezando por su hermana, y luego a los demás. Por último volvió el arma hacia sí y se pegó un tiro". Pero no ocultaremos la verdad: las violaciones colectivas no son ninguna novedad y no se producen únicamente en las barriadas obreras. También existen en los buenos barrios, sólo que se habla menos de ellas. (...)

La obligación de la virginidad Para poder vivir su vida sentimental, las chicas se las arreglan como pueden. Por lo general, evitan salir con un chico de su barrio y buscan amigos en otra parte, pero entonces la relación ha de permanecer oculta. Tiene un solo lema: "Para vivir felices, vivamos a escondidas". Cualquier ligue ha de llevarse en secreto. Incluso fuera de la barriada, mostrarse en público de la mano de un hombre significa exponerse a mucho riesgo.

Hemos tenido numerosos testimonios de este infierno en la Maison des Potes. Historias de hermanos que le ajustan las cuentas al chico y luego le dan una paliza a su hermana. Y para verificar que la chica no ha "tenido un desliz", el padre solicita un certificado de virginidad. Parece de otros tiempos, pero es una amarga realidad. En los barrios, hoy día, hay médicos especializados en la emisión de certificados de virginidad. Algunos lo practican por convencimiento, pero la mayoría lo hacen sobre todo porque saben que firmar falsos certificados de virginidad es la única manera de librar a las chicas de unas represalias que pueden ser terribles. Sin embargo, esta verificación no absuelve totalmente a la joven, que deberá pagar un precio, al igual que su madre, a quien incumbía la tarea de vigilarla. Entonces llegan los golpes, la reclusión en casa y a veces el envío al pueblo o un matrimonio forzoso. Los hombres de la familia hacen todo lo preciso para "salvar el honor" de ésta y de su apellido. El castigo puede llegar hasta el caso extremo del asesinato.

Porque la obligación de la virginidad mata a las chicas en las barriadas obreras, tanto en sentido literal como figurado, porque también sofoca toda libertad. El himen se ha convertido en el símbolo de un cuerpo reservado sobre el que gravita el honor de una familia, de una comunidad. Los hombres se han apropiado del cuerpo de las chicas, han pasado a ser sus cancerberos. Y ello no afecta sólo a las chicas de origen inmigrante: las jóvenes francesas de pura cepa también son a menudo víctimas de ello. Los testimonios que recogimos con ocasión de la Marcha de las Mujeres contra el Gueto y por la Igualdad nos revelaron que las jóvenes francesas viven las mismas experiencias que sus amigas procedentes de la inmigración. Cuando estas jóvenes salen de sus casas, se acaba para ellas la libertad. En el seno de la familia tal vez puedan hablar de sexualidad, de sus relaciones con los chicos, pero en cuanto cruzan el umbral del hogar familiar pasan a ser como las demás y viven exactamente la misma violencia. Están igual de vigiladas y sometidas al control masculino y al tribunal de la comunidad. La condena será igualmente brutal si se sabe que salen con un chico y que han tenido relaciones sexuales.

Esta opresión que viven las mujeres ha cambiado profundamente las prácticas amorosas y sexuales. Hemos asistido a una auténtica vuelta atrás y los comportamientos machistas se imponen nuevamente en el seno de las parejas. Se trata de la implantación de un nuevo orden moral que toma a las chicas como rehenes. Ello no impide que haya relaciones sexuales -muchas chicas, con velo o sin él, las tienen-, pero éstas han de plegarse a determinadas condiciones. Como han de conservar su virginidad para preservar el honor de la familia y del barrio en general, las jóvenes se ven obligadas a vivir una sexualidad oculta, que desgraciadamente pasa a menudo, sobre todo en las primeras relaciones, por la sodomía. Y si empleo la palabra desgraciadamente no es por establecer un juicio moral, sino porque ellas lo viven muy mal. Todos los testimonios recogidos en el Livre blanc redactado para los Estados Generales lo ponen de manifiesto.

Es muy duro oír a una chica de 16 o 17 años, muy enamorada de su chico, hablar de su temor de que éste la deje si ella se resiste a hacer el amor con él. Es contradictorio, pero la vida en las barriadas obreras también se compone de esas cosas. La mayoría de las chicas acepta tener relaciones sexuales a condición de preservar su virginidad y se dejan sodomizar con regularidad. Nos cuentan que esta forma de sexualidad no les proporciona ningún placer y que lo viven como una obligación. Lo único que hacen es someterse para satisfacer el deseo de su compañero. (...)

La distancia que pueda haber entre mi generación y la de ellas me parece vertiginosa. Nosotras luchamos por conquistar el derecho a vivir nuestra sexualidad. Aunque el tema fuera tabú, las familias aceptaban tácitamente las relaciones que teníamos con nuestros compañeros. Todo el mundo lo sabía, pero formaba parte de lo que no se decía.

Las primeras acciones En la Maison des Potes de Clermont-Ferrand creamos en 1989 una comisión de mujeres de la que me nombraron responsable porque yo conocía bien la situación de las chicas en las barriadas obreras, pues yo misma la había vivido unos años antes. En el marco de esta comisión quisimos hacer frente a los problemas ligados a la falta de libertad de movimiento que tenían las chicas en dichas barriadas. También quisimos gestionar problemas delicados: beurettes en situación de ruptura familiar, chicas que se quedaban embarazadas... Estas situaciones resultaban muy duras para la época, pero aquello no era más que el principio: las cosas aún empeoraron. A la mayoría de las chicas que recibía en el servicio de atención permanente las conocía desde que eran niñas. Resultaba duro oír a una chavala a la que había visto crecer que estaba embarazada y ver el pánico que aquello le generaba. Reprochaba duramente a las asociaciones y al sistema nacional de educación que no hubieran visto emerger el problema de la sexualidad en las barriadas obreras y en las familias, donde la cuestión ni siquiera se mencionaba.

Lo que empecé a percibir y que me asustó mucho fue que no íbamos a tardar en presenciar explosiones agresivas. Para nosotros, aunque no tuviéramos años de estudios, había quedado claro que llegaría el momento en que aquella escalada de la violencia alcanzaría un punto álgido. Que la cosa no iba a quedarse en la prohibición de salir, ni siquiera en los insultos o los empellones. Los miembros de la comisión de mujeres y yo denunciamos este proceso de escalada de la violencia, pero sin saber cómo hacer para detenerla, porque no contábamos con los medios necesarios para combatirla.

Entonces seguimos intentando desarrollar nuestras actitudes a favor de las chicas y de las mujeres. Contábamos con la ayuda del Ayuntamiento de Clermont-Ferrand; de Michèle André, secretaria de Estado de los Derechos de las Mujeres del Gobierno de Rocard, que nos escuchó, y de Michel Charasse, persona indispensable que siempre ha estado presente en los momentos difíciles. Pero, al mismo tiempo, éramos conscientes de que aquello no bastaba. Que no se podía actuar contra esta violencia mientras no se detuviera el proceso de guetización. Que era preciso desarrollar una verdadera política, con los medios pertinentes, para desenclaustrar a las barriadas obreras y mezclar a las poblaciones, social y étnicamente. Teníamos el convencimiento de que, desde que se había empezado a hablar del malestar de los suburbios en la década de los ochenta, desde lo acaecido en las Minguettes, que había desembocado en particular en la Marcha de los Beurs, el objetivo seguía siendo el mismo: romper los guetos era la única vía para solucionar una parte de los problemas de violencia. Si nos hubieran hecho caso en aquella época, tal vez la situación no habría degenerado hasta este extremo.

Las primeras explosiones agresivas fueron sofocadas y no se oyó hablar de ellas o acaso muy poco. Pero nosotros ya las habíamos localizado. Se produjeron secuestros y repatriaciones, matrimonios forzosos e incluso asesinatos de hijas descarriadas. Tratamos de alertar a las autoridades públicas, a los políticos, pero nadie nos escuchó. Luego, en noviembre de 2002, pasó lo de Sohane, aquella joven de 18 años que fue quemada viva por un chico en un cuarto de basuras en Cité Balzac, Vitry-sur-Seine. Enamorado despechado o lío entre jóvenes: el móvil todavía no se ha esclarecido del todo, pero el asesinato provocó una convulsión en la opinión pública. A los dos días se convocó una marcha silenciosa, a la que se unieron muchísimos jóvenes de los barrios que acudieron a rendir homenaje a Sohane y a decir "¡basta ya!" a la escalada de la violencia. También a consecuencia de esta tragedia, en junio de 2003, se constituyó un colectivo denominado Féminin-Masculin cuyo objetivo es promover el respeto a las mujeres en las barriadas obreras. Por consiguiente, el asesinato de Sohane marcó un punto de inflexión, pero nosotros ya éramos conscientes de la situación y habíamos empezado a reaccionar bastante antes.

Cuando en el año 2000 entré a formar parte del equipo nacional de la Federación de las Maisons des Potes, con el cargo de responsable de la Comisión Nacional de Mujeres, hice mucha presión para que convirtiéramos la cuestión de las mujeres en una de nuestras campañas nacionales. Además, en diciembre de 2000, me eligieron presidenta de la Federación de las Maisons des Potes, con el siguiente proyecto: centrar prácticamente todo nuestro trabajo en la cuestión de las mujeres. Estaba convencida de que el hecho de abordar como prioridad el problema de la situación de las chicas permitiría intervenir en todos los parámetros de lo que se denominaba el "malestar de los suburbios". Atacar dicho malestar desde el punto de vista de las mujeres significaba plantear el marco político. No era más que una forma nueva de abordarlo. Ya no se hablaba de un malestar impalpable, difuso, irracional, sino de personas, de chicas en situación de desamparo extremo. Ya habíamos tenido muchas conversaciones con Malek Boutih cuando era presidente de SOS Racisme; por cierto, fue una de las personas que nos apoyó activamente. Habíamos percibido claramente que, más allá de las acciones que desarrollábamos para reforzar la cohesión social y favorecer la integración republicana, existía una preocupación con respecto a la cuestión de las mujeres. Así es que, a partir del año 2000, empezamos a crear comisiones de las mujeres por doquier en las Maison de Potes y asociaciones afiliadas en todo el territorio nacional.

Pero los equipos eran reducidos y las demás actividades también requerían tiempo. Me di cuenta de que aquello no bastaba y que era preciso actuar más enérgicamente. Fue entonces cuando decidimos organizar para las mujeres de los barrios un seminario de formación sobre el feminismo y su historia. (...) El desafío era tremendo, pues, en estas barriadas, a las chicas les importa un pimiento el tema. Para ellas, el feminismo no tiene ningún sentido. Ir a hablar del derecho de cada cual a elegir su vida, de anticoncepción, de independencia económica en los barrios era una pura quimera.

A raíz de este seminario y de las peticiones de palabra y los debates trabajamos durante todo el año 2001 en la preparación de los Estados Generales de las Mujeres de los Barrios, al tiempo que proseguíamos las actividades habituales de la federación (comidas en los barrios, campamentos internacionales de solidaridad, venta de abetos de Navidad, etcétera). En otoño de 2001 organizamos por todo el territorio nacional Estados Generales locales que, en realidad, eran reuniones públicas (...) El objetivo fundamental era que todas las chicas se concienciaran de que no estaban aisladas, de que la situación que ellas vivían se repetía en todos los suburbios. (...)

’Ni putas, ni sumisas’ A raíz de aquellos Estados Generales, en marzo de 2002 publicamos un llamamiento que titulamos Ni putas, ni sumisas, y que se tradujo en una petición nacional. Habíamos reflexionado detenidamente sobre cómo lo íbamos a firmar: ¿cómo hallar un lema que marcara las mentes, sensibilizara a la opinión pública y a los políticos, y sobre todo que abriera los ojos a miles de chicas? La expresión "todas putas menos mi madre" nos parecía la ilustración misma de la manera en que los hombres consideraban a las mujeres en los barrios. Pues no, no éramos putas, pero tampoco éramos las muchachas sumisas que se suponía en el exterior. Estábamos hartas de oír que si a las mujeres de los barrios se las trataba tan mal era porque no se rebelaban. Y por eso elegimos ese lema, Ni putas, ni sumisas, que probablemente escandalizó a algunas personas, pero que tenía el interés de ser eficaz.


Más información: Francia, Les Femmes des Cartiers. Ni putas ni sumisas


2005-03


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