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El asesinato de Ana Orantes, en 1997, marcó un antes y un después en la lucha contra la violencia sexista

Una guerra de largo recorrido

Por Pepa Bueno

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En el año que acaba de comenzar se cumplirá una década del asesinato de Ana Orantes. Diez años ya de aquella muerte que marcó clarísimamente un antes y un después en la lucha contra la violencia de sexo.

Naturalmente, la violencia machista no era algo nuevo entonces ni tampoco lo era la preocupación pública por esta tragedia. Las primeras iniciativas parlamentarias por la muerte de mujeres por el hecho de serlo datan de comienzos de los años 80. Las organizaciones de mujeres y las políticas profesionales de la joven democracia española ya le pusieron foco y nombre a esta sangría.

Y, sin embargo, su ascenso al estrellato mediático se produce a raíz del asesinato de Ana Orantes, en Granada. Fue el 17 de diciembre de 1997. Un exmarido la ató a una silla, la roció con gasolina y le prendió fuego. Quince días antes, Ana relató en un programa de Canal Sur los 40 años de martirio junto a su exmarido. Su exmarido, que, por cierto, compartía vivienda con ella tras el divorcio, por orden de un juez.

La primera reacción entonces fue cuestionar al programa de televisión. El marido la había matado por acudir a la tele. Hasta ese momento, historias como la de Ana Orantes, sólo encontraban cabida en las páginas de sucesos de los periódicos, o en los programas televisivos del género. Se les llamaba crímenes pasionales. Muchas periodistas nos preguntábamos por qué, quizás por la pasión con la que empuñaban el arma para acabar con sus víctimas.

También por entonces comenzaban a menudear en las televisiones los programas de testimonios, aquellos en los que ciudadanos anónimos cuentan frente a una cámara sus problemas. Este tipo de espacios se convirtió en otro de los huecos por los que se colaron las historias de tantas mujeres. Mientras, y en general, las páginas nobles de los periódicos y los programas de prestigio de las televisiones seguían ocupándose de asuntos mayores, de los verdaderos problemas de los españoles y se supone que de las españolas.

Pero el caso de Ana Orantes fue como un aldabonazo: 40 años de malos tratos, una sentencia de divorcio disparatada que la obliga a compartir vivienda con su maltratador, ella empieza a remontar, se atreve a contar públicamente su calvario y entonces él la mata... En fin, la evidencia obligó a poner el foco sobre el problema.

A PARTIR DE entonces, se habla de un fenómeno por el que se interpela a los poderes públicos y que obliga a los partidos y a los agentes sociales a tomar posiciones y destinar recursos para combatirlo.

Declaraciones que hasta ese momento no se habrían cuestionado más que en pequeños círculos, adquieren categoría de debate público. Por ejemplo, el entonces vicepresidente del Gobierno, Francisco Álvarez-Cascos, calificó de hecho aislado el caso de Ana en medio de una considerable polémica.

La muerte de Ana Orantes, en definitiva, permitió a muchas mujeres identificar su problema, terminar con su aislamiento y pedir ayuda. Y contribuyó a que muchos dejaran de considerar un asunto privado lo que ocurría de puertas para dentro de las viviendas vecinas.

Han pasado más de 9 años y 700 muertas, una intensa movilización de las organizaciones de mujeres, un cambio de Gobierno; se ha aprobado por unanimidad una importantísima ley integral contra la violencia de género; está en trámites una ley de igualdad, que precisamente pretende actuar en el origen de algo que tanto tiene que ver con la desigualdad y el reparto del poder. Y, a pesar de todo, para cuando lean este artículo, quizá ya hayan muerto mujeres en este 2007.

El 2006 se fue con el dramático récord de superar al 2005 en número de mujeres muertas a manos de sus compañeros, maridos, o exparejas. Según los datos del Instituto de la Mujer, dependiente del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, en el 2006 fueron asesinadas en España 68 mujeres dentro del capítulo de violencia doméstica, seis más que el año anterior.

Todas ellas son las bajas, nuestras bajas, en una guerra lenta y de largo recorrido. Una guerra en la que vamos ganando batallas poquito a poco. Ellas están pagando el precio de nuestra libertad y de la plena igualdad que disfrutarán nuestras hijas, o las hijas de nuestras hijas.

AUNQUE LA emoción en torno a la aprobación de la ley integral generara falsas expectativas, las leyes solas no cambian comportamientos. Aquella euforia corría el riesgo de generar frustración al comprobar que siguen produciéndose muertes, incluso en mayor número que antes. Hay más mujeres atendidas, menos miedo, más denuncias y, por lo tanto, también más mujeres en situación de máxima vulnerabilidad: como le ocurrió a Ana Orantes, el momento de emprender el vuelo, libres por fin, es el de mayor peligro.

Quizá el miedo a que se interprete como una descalificación global de la ley integral, explique cierta timidez a la hora de señalar las dificultades de la puesta en funcionamiento de la norma, la escasez de recursos en muchos juzgados, el desbordamiento de otros... Pero cuando se trata de la vida y la muerte, no valen timideces ni medias tintas, hacen falta lucidez y recursos. Otro año comienza, pondremos el marcador a cero, pero será imposible olvidar a las que se fueron.


Fuente: El Periódico de Cataluña


2007-01


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