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"Más allá de los labios", un libro de Elisabetta Leonelli que merece la pena recordar.

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Recuperando textos guardados de hace ya algunos años localizo en el número 679 de la revista Cambio 16 (3-12-84) este artículo sobre el libro. En el texto del artículo se incluye un capítulo del mismo. Lionelli propone la recuperación de la identidad del ser femenino después de siglos de represión, a través de la reivindicación de su parte más íntima: la vagina.

Mas Alla De Los Labios: Guia Al Misterio Femenino
Autora: Leonelli, Elisabetta Leslie
Editorial: Noguer
Año de edición: 1985 ( 2ᆰ ED.)
Lugar de edición: Barcelona
ISBN: 8427938829

*Imagen de la portada del libro edición italiana


HASTA el año 1827 en que el investigador suizo H. Fiol comprobó el proceso de fecundación del óvulo, una de las teorías imperantes sobre la reproducción humana era que el espermatozoide constituía ya "un hombrecito", diminuto pero completo, producido por el varón de la especie. El hombre por sí mismo era el hacedor de otros hombres que, simplemente, depositaba en los vientres femeninos para que las hembras los maduraran y así poder librarse de una carga incómoda. La mujer era una mera portadora de algo ajeno, en cuya creación no habla participado.

Por extraña que pueda parecer hoy semejante teoría, resultaba una consecuencia coherente de las concepciones propias de un mundo androcéntrico, en el que el varón era -y habría que decir aún, es- todo, y la mujer un simple apéndice. La Iglesia medieval -es decir, la sociedad medieval puso en duda si la hembra humana tenía alma o era algo más parecido a una bestia, Mucho antes y mucho después de aquella, han abundado las expresiones del profundo desprecio hacia lo femenino cultivadas por una cultura centrada en el varón, con dioses masculinos, gobernantes y sacerdotes masculinos, pensadores, filósofos y rectores de la cultura igualmente masculinos.

Lo específicamente femenino ha sido durante siglos la indispensable maternidad. A lo sumo, la hembra era, además, "el reposo del guerrero", un ser sin clara personalidad que era preciso adecuar a las necesidades del hombre.

Pira consagrar semejante misión androcéntrica, la historia de la mujer en los últimos milenios ha sido en Occidente la historia de un permanente d€spojo, en el sentido ideológico. Sucesivamente se le ha negado no sólo alma, sino también raciocinio, autonomía de voluntad, derechos cívicos, placer sexual y hasta sexo. No es extraño que, precisamente, sobre la sexualidad -ese punto de convergencia del hombre y la mujer- hayan llovido los mayores despojos y se hayan perpetrado los mayores despieces de la mujer.

Freud aseguró que la mujer no era otra cosa que un hombre sin pene, condenada a sufrir angustias de castración congénitas y a padecer la irresoluble envidia del órgano viril.

Décadas más tarde, las feministas, en su etapa evangélica de los años sesenta, intentaron devolverle a la mujer el pene a través de la reivindicación y exaltación del clítoris, esa especie de falo femenino, símbolo de poder, de autonomla e independencia frente al despotismo del hombre, aun a costa de denigrar algo tan específicamente femenino como la vagina. De todos modos, el proceso de fraccionamiento prosiguió la mujer como un todo, con un universo propio y personal, continuaba ausente en las sucesivas concepciones de lo femenino.

La socióloga y psicoterapeuta italiana Elisabetta Leslie Leonelli ha conseguido integrar por fin a la mujer como un ser puesto en el mundo con sus peculiaridades y sus condicionantes culturales, en un libro que estará en las librerías dentro de pocos días: Más allá de los labios (Al di lá delle labbru), editado en castellano por la editorial Noguer. Y ha realizado la tarea integrativa partiendo de la reivindicación lúcida de ese delicado y complejo órgano sexual femenino, que más determina y define lo femenino: la vagina.

Este punto de arranque parece imprescindible. Sobre la vagina se ha extendido un manto de silencio vergonzante o se la ha despreciado largamente, al mismo tiempo que se cantaban hosannas fálicos. Sin embargo, Leonelli no cae en un nuevo despiece de la mujer, sino que centra su análisis de la problemática de la identidad y el ser de la mujer a través de la más maltratada e ignorada de sus partes.

Leonelli acaba su obra con una tierna llamada a la integración de dos partes singulares y distintas a través del amor y la sexualidad vividos profunda y gozosamente sin los temores que sobre la conciencia femenina han depositado siglos de opresión.

Recuperar la identidad de la mujer en cuanto tal, a través de la dignificación imprescindible de lo específicamente femenino es lo que se propone la autora en una obra deliciosamente humana y sensible. CAMBIO l6 ofrece aquí el adelanto de fragmentos de un capítulo de Más allá de los labios.

"Un agujero feo y sucio"

A percepción de los límites y la definición de sus propios confines personales es esencial para poder moverse con seguridad en el mundo. El cuerpo es un elemento de referencia esencial. Sin una adecuada percepción del cuerpo como algo que tiene límites, no puede establecerse una clara diferencia entre el yo-cuerpo y los demás, entre el yo y el no-yo.

Por tanto, es importante jugar con los niños, tocar y nombrar las distintas partes de su cuerpo: Al varoncito también se le añade: “Esto es el pajarito, la titina, el pito” o cosas por el estilo. Y el niño aprende a sentirse orgulloso de su atributo, porque incluso la voz de quien se lo indica, cuando llega a ese punto, tiene siempre un tonillo especial y, a veces, guiña un ojo. Su “cosito” es algo distinto, particular y precioso. Cuanto más importante es una cosa, tanto mayor será el temor a perderla, y esto puede tener derivaciones importantes,

Con la niña, no. Con la niña se calla. Los eufemismos para nombrar el órgano sexual del varoncito son muy numerosos, mientras los correspondientes diminutivos mimosos para nombrar el sexo de las niñas se encuentran muy raramente. Es frecuente que al nacimiento de una niña se diga: “Una meona”, como si la expulsión de la orina fuese una función exclusivamente femenina; algunos lo motejan de “agujerito”, reforzando ya la idea de que ha de convertirse en una fosa, y, con cierto sentido freudiano, se ha oído llamar “almeja”, aludiendo quizá a su retraimiento ante el contacto. Otras denominaciones son vulgares y ofensivas: “patata”, “chona”, “chocho”, y así sucesivamente.

La niña percibe pronto que aquella parte nunca o raramente citada no es digna de ser nombrada ni, en consecuencia, de estima. Esto no la ayuda a desarrollar el concepto de sí misma ni de su propio yo. Cierto es que el órgano sexual masculino es externo, evidente, espectacular, y el órgano femenino se halla mucho más oculto; pero esto no significa que para el órgano femenino no haya de existir un nombre.

En efecto, la atribución de un nombre propio es lo que obliga al oyente a construir una imagen visual.

He aquí que el órgano sexual, la sexualidad del niño lactante es puesta de relieve y aceptada, incluso exaltada y glorificada.

La sexualidad de la niña se esconde bajo el silencio. Y ha pasado en silencio o bajo censura incluso en las investigaciones sexológicas.

Ya se ha dicho que el cuerpo es un término de ¡eferencia esencial, sobre todo para los niños, ya que durante la infancia es cuando se forma la identidad sexual y sexuada. Sea debido a la represión sobre la exploración vaginal en los primeros años de la infancia o porque haya sido brutalmente impedida, permanece vigente el hecho de que las niñas no tienen memoria o pruebas de la existencia de la vagina, por lo menos hasta el inicio de las reglas.

No hallándose en situación de comprender que es una persona con límites definidos, la niña termina por vivir “esa parte del cuerpo” como insuficientemente delimitada, carente de frontera y, en consecuencia, de escasa o nula importancia.

Los padres, los “educadores”, no satisfacen su necesidad de saber: “¿Por qué no tengo yo pito?” Nadie la tranquiliza sobre el valor del sexo ni siquiera sobre la existencia del sexo. Rara vez se le dice que, en lugar de tener una cosa menos, posee algo distinto.

Una mujer psicoanalizada por Karen Horney hablaba insistentemente de un hombre al que había visto orinar en la calle. Confesaba que con frecuencia, soñaba en poder orinar como un hombre y concluía: “Porque así sabría cómo soy verdaderamente, cómo estoy hecha”. Lamentando el hecho de que los hombres puedan observarse y conocerse en el individualismo de su sexualidad externa, mientras esto se halla vedado a las mujeres, la paciente denunciaba y aclaraba lo que, en efecto, se halla en el origen de la envidia del pene: “Lo mismo que la mujer con sus genitales ocultos representa un enigma para el hombre, el hombre despierta los celos de la mujer precisamente por la fácil visibilidad de sus órganos genitales.

La mujer que no puede saber cómo está realmente hecha. lo que hay abajo, en esa parte que jamás se nombra, no ve satisfecho su deseo de observación y conocimiento, constatación que, en cambio, es muy fácil para el hombre. Al no lograr conocerse ella misma, no puede liberarse de su propia subjetividad. ¿No resulta más difícil adentrarse en el conocimiento del mundo cuando el mapa del propio cuerpo presenta zonas desconocidas cuando no se ha dado una respuesta exhaustiva a la pregunta: “¿Cómo estoy hecha?”

A fuerza de sentirse sin sexo, la mujer acaba por considerarse como un objeto puramente sexual. La exhibición del cuerpo femenino es la compensación de la supuesta falta de órgano sexual que, en cambio, puede exhibir el macho. He aquí por qué en la mujer la exhibición del cuerpo en su total desnudez, antiguo y rico juego de la seducción, sirve para lograr, en la aprobación de otros, la confirmación de la propia existencia.

Las mujeres sienten mayor ansia de reconocimiento por parte de los demás que los hombres para tener la seguridad de que existen. “Si los demás no me miran, es tal vez porque no estoy.”

Los ojos ajenos se convierten en el espejo y la garantía de su existencia. No es casual que las mujeres se pasen más horas delante del espejo y se adornen más que los hombres. Se trata de tener una confirmación, de definirse como forma. Pero el cuerpo usado para definirse entre lo existente se convierte en un instrumento; no es un cuerpo vivo y subjetivo es un cuerpo diferente de sí, un cuerpo muerto.

Al crecer, la niña descubre que social y culturalmente se la define precisamente por “esa cosa de menos” que durante años, le ha sido ocultada y prohibida. Por la calle, los hombres le dicen: “Adiós, patatita linda!, ¡Vaya patatita!” u otras equivalentes por el estilo, algunas veces con hipérboles: “Una almejita que no se acabaría uno nunca” Podrían interpretarse como piropos, pero basta un cambio de inflexión para que las palabras se conviertan en un insulto. El lenguaje sexual siempre es ambiguo.

Menos ambiguas en la búsqueda de una objetividad son las nociones de la llamada “educación sexual”, que sustituyen con términos como “vagina” o “pene” las denominaciones populares.

En los elementales diagramas del aparato sexual, el complejo del útero, las trompas y los ovarios en la función reproductora son mucho más importantes que los órganos del placer, el clítoris o la vagina, escasamente mencionados o incluso censurados.

A la niña, ya crecida, no se le enseña a explorarse, a conocer sus propios genitales ni el placer que de ello puede obtener. Y nadie le hablará de los músculos que posee la vagina, músculos que puede contraer o relajar a voluntad.

Excluida del esquema del cuerpo femenino, de la geografía de su propio cuerpo, la vagina se torna totalmente pasiva porque es silenciada, desconocida y despreciada. No se dan a conocer sus posibilidades de movimiento, de vida, de felicidad. La inercia muscular se convierte en atrofia muscular y esto es un hecho presente en nuestra cultura y conduce a consecuencias patológicas no sólo en el aspecto del goce sexual, sino en el plano orgánico de otras funciones correlativas.

El pudor de la mujer respecto a sus genitales, su repugnancia a acudir a la visita del ginecólogo, nace de inhibiciones que le han sido inculcadas sobre las partes (íntimas) de su propio cuerpo; esas mismas partes que, en cambio, son explícitamente exaltadas cuando, luego que la virginidad hasta el matrimonio era tutelada a ultranza, se le daba la orden: “Mantente intacta hasta el matrimonio”, es decir, conserva puro, intocable, ese órgano que, por contra, desde la infancia había sido prohibido incluso verbalmente y que ahora se convierte en un privilegio, la mayor si no la única riqueza de la niña convertida va en mujer.

Es la más absurda contradicción en numerosas culturas y religiones, transmitida hasta nuestros días en los niveles de menor cultura. La parte del cuerpo femenino juzgada y tratada como la cosa más sucia es, también el símbolo de la pureza que hay que entregar al hombre después del matrimonio.

¿Se le ha dicho alguna vez a un muchacho: “Consérvalo intacto Y Puro para la mujer que amarás”? La costumbre le ha autorizado, es más, le ha exhortado a experimentar su sexualidad antes del matrimonio, complaciéndose en que la experimentación fuese lo más rica posible.

Al muchacho se le ahorran expresiones que la literatura y el lenguaje corriente continúan reservando exclusivamente para las mujeres: “Da fácilmente la patata”, identificando el todo, la protagonista, con la parte. Se la compadece o se la sublima con un “ella se entregó", donde el todo, la mujer se identifica con un órgano: la vagina. De un hombre jamás se dice: “Ese se da”, o “da su pito” ni siquiera, “él se entregó”.

Sólo quien considera que una parte de su cuerpo no se halla armónicamente ligada a su organismo, es un objeto separado del mismo, puede entregar para su uso o como un regalo una parte de sí. La vagina es una cosa, no una parte del cuerpo, sino un objeto destinado a los demás, quizá para ganarse la vida ya como esposa, como madre o como amante. A veces, para enriquecerse, como sugería una maitresse americana. para quien (toda mujer se sienta sobre su propia fortuna y no lo sabe>, pero siempre como una parte separada de su propio cuerpo, de su propia personalidad, de su propio individualismo. Constituya una suerte o una desgracia, permanece el que la vagina no pertenezca a la mujer que la da o la vende; es propiedad de su partener, del marido, del amante, del ginecólogo, que son quienes tienen derecho a penetrarla y a conocerla.

En la imposibilidad de ignorarla o censurarla, una vez que se ha entregado al macho, la vagina es minimizada. “Es siempre preferible que la vagina sea pequeña y modesta; el ansia por el tamaño del pene sólo es igualado por el deseo de pequeñez de la vagina. Ninguna mujer quiere. admitir que posee una vagina tan ancha como la collera de un caballo; siempre espera que no sea excesivamente húmeda y que no desprenda olores desagradables; muy complacida, borra todas las señales de la menstruación en interés de la decencia pública. Esto lo saben perfectamente las industrias de los jabones, de los “desodorantes íntimos”, que de ese temor de las mujeres a emanar olores ingratos debidos a (esa parte sucia) obtienen importantes beneficios.

Las actitudes denigrantes que atacan a las mujeres y que pesan gravemente sobre su vida hacen difíciles sus relaciones con los demás y con su natural interlocutor, el hombre, La mujer que crece pensando: “Esa cosa que tengo ahí abajo es un agujero feo y sucio”, transmite esta idea al hombre, lo mismo que la persona que se siente inferior comunica con sus actitudes y sus gestos: “Yo soy inferior a ti, yo no valgo nada”.

De esta forma, la actitud femenina hacia sus propios genitales y la devaluación de la vagina no hacen más que reforzar la creencia estereotipada sobre la inferioridad corporal femenina y la supremacía del pene. libro de Elisabetta Leonelli

Recuperando textos guardados de hace ya algunos años localizo en el número 679 de la revista Cambio 16 (3-12-84) este artículo sobre el libro que sin duda merece recordar.

Este es el texto del artículo que incluye un capítulo del libro.

Referencia del Mismo

Mas Alla De Los Labios: Guia Al Misterio Femenino Autora: Leonelli, Elisabetta Leslie
Editorial: Moguer
Año de edición: 1985 ( 2ᆰ ED.)
Lugar de edición: Barcelona
ISBN: 8427938829

HASTA el año 1827 en que el investigador suizo H. Fiol comprobó el proceso de fecundación del óvulo, una de las teorías imperantes sobre la reproducción humana era que el espermatozoide constituía ya "un hombrecito", diminuto pero completo, producido por el varón de la especie. El hombre por sí mismo era el hacedor de otros hombres que, simplemente, depositaba en los vientres femeninos para que las hembras los maduraran y así poder librarse de una carga incómoda. La mujer era una mera portadora de algo ajeno, en cuya creación no habla participado.

Por extraña que pueda parecer hoy semejante teoría, resultaba una consecuencia coherente de las concepciones propias de un mundo androcéntrico, en el que el varón era -y habría que decir aún, es- todo, y la mujer un simple apéndice. La Iglesia medieval -es decir, la sociedad medieval puso en duda si la hembra humana tenía alma o era algo más parecido a una bestia, Mucho antes y mucho después de aquella, han abundado las expresiones del profundo desprecio hacia lo femenino cultivadas por una cultura centrada en el varón, con dioses masculinos, gobernantes y sacerdotes masculinos, pensadores, filósofos y rectores de la cultura igualmente masculinos.

Lo específicamente femenino ha sido durante siglos la indispensable maternidad. A lo sumo, la hembra era, además, "el reposo del guerrero", un ser sin clara personalidad que era preciso adecuar a las necesidades del hombre.

Pira consagrar semejante misión androcéntrica, la historia de la mujer en los últimos milenios ha sido en Occidente la historia de un permanente d€spojo, en el sentido ideológico. Sucesivamente se le ha negado no sólo alma, sino también raciocinio, autonomía de voluntad, derechos cívicos, placer sexual y hasta sexo. No es extraño que, precisamente, sobre la sexualidad -ese punto de convergencia del hombre y la mujer- hayan llovido los mayores despojos y se hayan perpetrado los mayores despieces de la mujer.

Freud aseguró que la mujer no era otra cosa que un hombre sin pene, condenada a sufrir angustias de castración congénitas y a padecer la irresoluble envidia del órgano viril.

Décadas más tarde, las feministas, en su etapa evangélica de los años sesenta, intentaron devolverle a la mujer el pene a través de la reivindicación y exaltación del clítoris, esa especie de falo femenino, símbolo de poder, de autonomla e independencia frente al despotismo del hombre, aun a costa de denigrar algo tan específicamente femenino como la vagina. De todos modos, el proceso de fraccionamiento prosiguió la mujer como un todo, con un universo propio y personal, continuaba ausente en las sucesivas concepciones de lo femenino.

La socióloga y psicoterapeuta italiana Elisabetta Leslie Leonelli ha conseguido integrar por fin a la mujer como un ser puesto en el mundo con sus peculiaridades y sus condicionantes culturales, en un libro que estará en las librerías dentro de pocos días: Más allá de los labios (Al di lá delle labbru), editado en castellano por la editorial Noguer. Y ha realizado la tarea integrativa partiendo de la reivindicación lúcida de ese delicado y complejo órgano sexual femenino, que más determina y define lo femenino: la vagina.

Este punto de arranque parece imprescindible. Sobre la vagina se ha extendido un manto de silencio vergonzante o se la ha despreciado largamente, al mismo tiempo que se cantaban hosannas fálicos. Sin embargo, Leonelli no cae en un nuevo despiece de la mujer, sino que centra su análisis de la problemática de la identidad y el ser de la mujer a través de la más maltratada e ignorada de sus partes.

Leonelli acaba su obra con una tierna llamada a la integración de dos partes singulares y distintas a través del amor y la sexualidad vividos profunda y gozosamente sin los temores que sobre la conciencia femenina han depositado siglos de opresión.

Recuperar la identidad de la mujer en cuanto tal, a través de la dignificación imprescindible de lo específicamente femenino es lo que se propone la autora en una obra deliciosamente humana y sensible. CAMBIO l6 ofrece aquí el adelanto de fragmentos de un capítulo de Más allá de los labios.

A percepción de los límites y la definición de sus propios confines personales es esencial para poder moverse con seguridad en el mundo. El cuerpo es un elemento de referencia esencial. Sin una adecuada percepción del cuerpo como algo que tiene límites, no puede establecerse una clara diferencia entre el yo-cuerpo y los demás, entre el yo y el no-yo.

Por tanto, es importante jugar con los niños, tocar y nombrar las distintas partes de su cuerpo: Al varoncito también se le añade: “Esto es el pajarito, la titina, el pito” o cosas por el estilo. Y el niño aprende a sentirse orgulloso de su atributo, porque incluso la voz de quien se lo indica, cuando llega a ese punto, tiene siempre un tonillo especial y, a veces, guiña un ojo. Su “cosito” es algo distinto, particular y precioso. Cuanto más importante es una cosa, tanto mayor será el temor a perderla, y esto puede tener derivaciones importantes,

Con la niña, no. Con la niña se calla. Los eufemismos para nombrar el órgano sexual del varoncito son muy numerosos, mientras los correspondientes diminutivos mimosos para nombrar el sexo de las niñas se encuentran muy raramente. Es frecuente que al nacimiento de una niña se diga: “Una meona”, como si la expulsión de la orina fuese una función exclusivamente femenina; algunos lo motejan de “agujerito”, reforzando ya la idea de que ha de convertirse en una fosa, y, con cierto sentido freudiano, se ha oído llamar “almeja”, aludiendo quizá a su retraimiento ante el contacto. Otras denominaciones son vulgares y ofensivas: “patata”, “chona”, “chocho”, y así sucesivamente.

La niña percibe pronto que aquella parte nunca o raramente citada no es digna de ser nombrada ni, en consecuencia, de estima. Esto no la ayuda a desarrollar el concepto de sí misma ni de su propio yo. Cierto es que el órgano sexual masculino es externo, evidente, espectacular, y el órgano femenino se halla mucho más oculto; pero esto no significa que para el órgano femenino no haya de existir un nombre.

En efecto, la atribución de un nombre propio es lo que obliga al oyente a construir una imagen visual.

He aquí que el órgano sexual, la sexualidad del niño lactante es puesta de relieve y aceptada, incluso exaltada y glorificada.

La sexualidad de la niña se esconde bajo el silencio. Y ha pasado en silencio o bajo censura incluso en las investigaciones sexológicas.

Ya se ha dicho que el cuerpo es un término de ¡eferencia esencial, sobre todo para los niños, ya que durante la infancia es cuando se forma la identidad sexual y sexuada. Sea debido a la represión sobre la exploración vaginal en los primeros años de la infancia o porque haya sido brutalmente impedida, permanece vigente el hecho de que las niñas no tienen memoria o pruebas de la existencia de la vagina, por lo menos hasta el inicio de las reglas.

No hallándose en situación de comprender que es una persona con límites definidos, la niña termina por vivir “esa parte del cuerpo” como insuficientemente delimitada, carente de frontera y, en consecuencia, de escasa o nula importancia.

Los padres, los “educadores”, no satisfacen su necesidad de saber: “¿Por qué no tengo yo pito?” Nadie la tranquiliza sobre el valor del sexo ni siquiera sobre la existencia del sexo. Rara vez se le dice que, en lugar de tener una cosa menos, posee algo distinto.

Una mujer psicoanalizada por Karen Horney hablaba insistentemente de un hombre al que había visto orinar en la calle. Confesaba que con frecuencia, soñaba en poder orinar como un hombre y concluía: “Porque así sabría cómo soy verdaderamente, cómo estoy hecha”. Lamentando el hecho de que los hombres puedan observarse y conocerse en el individualismo de su sexualidad externa, mientras esto se halla vedado a las mujeres, la paciente denunciaba y aclaraba lo que, en efecto, se halla en el origen de la envidia del pene: “Lo mismo que la mujer con sus genitales ocultos representa un enigma para el hombre, el hombre despierta los celos de la mujer precisamente por la fácil visibilidad de sus órganos genitales.

La mujer que no puede saber cómo está realmente hecha. lo que hay abajo, en esa parte que jamás se nombra, no ve satisfecho su deseo de observación y conocimiento, constatación que, en cambio, es muy fácil para el hombre. Al no lograr conocerse ella misma, no puede liberarse de su propia subjetividad. ¿No resulta más difícil adentrarse en el conocimiento del mundo cuando el mapa del propio cuerpo presenta zonas desconocidas cuando no se ha dado una respuesta exhaustiva a la pregunta: “¿Cómo estoy hecha?”

A fuerza de sentirse sin sexo, la mujer acaba por considerarse como un objeto puramente sexual. La exhibición del cuerpo femenino es la compensación de la supuesta falta de órgano sexual que, en cambio, puede exhibir el macho. He aquí por qué en la mujer la exhibición del cuerpo en su total desnudez, antiguo y rico juego de la seducción, sirve para lograr, en la aprobación de otros, la confirmación de la propia existencia.

Las mujeres sienten mayor ansia de reconocimiento por parte de los demás que los hombres para tener la seguridad de que existen. “Si los demás no me miran, es tal vez porque no estoy.”

Los ojos ajenos se convierten en el espejo y la garantía de su existencia. No es casual que las mujeres se pasen más horas delante del espejo y se adornen más que los hombres. Se trata de tener una confirmación, de definirse como forma. Pero el cuerpo usado para definirse entre lo existente se convierte en un instrumento; no es un cuerpo vivo y subjetivo es un cuerpo diferente de sí, un cuerpo muerto.

Al crecer, la niña descubre que social y culturalmente se la define precisamente por “esa cosa de menos” que durante años, le ha sido ocultada y prohibida. Por la calle, los hombres le dicen: “Adiós, patatita linda!, ¡Vaya patatita!” u otras equivalentes por el estilo, algunas veces con hipérboles: “Una almejita que no se acabaría uno nunca” Podrían interpretarse como piropos, pero basta un cambio de inflexión para que las palabras se conviertan en un insulto. El lenguaje sexual siempre es ambiguo.

Menos ambiguas en la búsqueda de una objetividad son las nociones de la llamada “educación sexual”, que sustituyen con términos como “vagina” o “pene” las denominaciones populares.

En los elementales diagramas del aparato sexual, el complejo del útero, las trompas y los ovarios en la función reproductora son mucho más importantes que los órganos del placer, el clítoris o la vagina, escasamente mencionados o incluso censurados.

A la niña, ya crecida, no se le enseña a explorarse, a conocer sus propios genitales ni el placer que de ello puede obtener. Y nadie le hablará de los músculos que posee la vagina, músculos que puede contraer o relajar a voluntad.

Excluida del esquema del cuerpo femenino, de la geografía de su propio cuerpo, la vagina se torna totalmente pasiva porque es silenciada, desconocida y despreciada. No se dan a conocer sus posibilidades de movimiento, de vida, de felicidad. La inercia muscular se convierte en atrofia muscular y esto es un hecho presente en nuestra cultura y conduce a consecuencias patológicas no sólo en el aspecto del goce sexual, sino en el plano orgánico de otras funciones correlativas.

El pudor de la mujer respecto a sus genitales, su repugnancia a acudir a la visita del ginecólogo, nace de inhibiciones que le han sido inculcadas sobre las partes (íntimas) de su propio cuerpo; esas mismas partes que, en cambio, son explícitamente exaltadas cuando, luego que la virginidad hasta el matrimonio era tutelada a ultranza, se le daba la orden: “Mantente intacta hasta el matrimonio”, es decir, conserva puro, intocable, ese órgano que, por contra, desde la infancia había sido prohibido incluso verbalmente y que ahora se convierte en un privilegio, la mayor si no la única riqueza de la niña convertida va en mujer.

Es la más absurda contradicción en numerosasculturas y religiones, transmitida hasta nuestros días en los niveles de menor cultura. La parte del cuerpo femenino juzgada y tratada como la cosa más sucia es, también el símbolo de la pureza que hay que entregar al hombre después del matrimonio.

¿Se le ha dicho alguna vez a un muchacho: “Consérvalo intacto Y Puro para la mujer que amarás”? La costumbre le ha autorizado, es más, le ha exhortado a experimentar su sexualidad antes del matrimonio, complaciéndose en que la experimentación fuese lo más rica posible.

Al muchacho se le ahorran expresiones que la literatura y el lenguaje corriente continúan reservando exclusivamente para las mujeres: “Da fácilmente la patata”, identificando el todo, la protagonista, con la parte. Se la compadece o se la sublima con un “ella se entregó", donde el todo, la mujer se identifica con un órgano: la vagina. De un hombre jamás se dice: “Ese se da”, o “da su pito” ni siquiera, “él se entregó”.

Sólo quien considera que una parte de su cuerpo no se halla armónicamente ligada a su organismo, es un objeto separado del mismo, puede entregar para su uso o como un regalo una parte de sí. La vagina es una cosa, no una parte del cuerpo, sino un objeto destinado a los demás, quizá para ganarse la vida ya como esposa, como madre o como amante. A veces, para enriquecerse, como sugería una maitresse americana. para quien (toda mujer se sienta sobre su propia fortuna y no lo sabe>, pero siempre como una parte separada de su propio cuerpo, de su propia personalidad, de su propio individualismo. Constituya una suerte o una desgracia, permanece el que la vagina no pertenezca a la mujer que la da o la vende; es propiedad de su partener, del marido, del amante, del ginecólogo, que son quienes tienen derecho a penetrarla y a conocerla.

En la imposibilidad de ignorarla o censurarla, una vez que se ha entregado al macho, la vagina es minimizada. “Es siempre preferible que la vagina sea pequeña y modesta; el ansia por el tamaño del pene sólo es igualado por el deseo de pequeñez de la vagina. Ninguna mujer quiere. admitir que posee una vagina tan ancha como la collera de un caballo; siempre espera que no sea excesivamente húmeda y que no desprenda olores desagradables; muy complacida, borra todas las señales de la menstruación en interés de la decencia pública. Esto lo saben perfectamente las industrias de los jabones, de los “desodorantes íntimos”, que de ese temor de las mujeres a emanar olores ingratos debidos a (esa parte sucia) obtienen importantes beneficios.

Las actitudes denigrantes que atacan a las mujeres y que pesan gravemente sobre su vida hacen difíciles sus relaciones con los demás y con su natural interlocutor, el hombre, La mujer que crece pensando: “Esa cosa que tengo ahí abajo es un agujero feo y sucio”, transmite esta idea al hombre, lo mismo que la persona que se siente inferior comunica con sus actitudes y sus gestos: “Yo soy inferior a ti, yo no valgo nada”.

De esta forma, la actitud femenina hacia sus propios genitales y la devaluación de la vagina no hacen más que reforzar la creencia estereotipada sobre la inferioridad corporal femenina y la supremacía del pene.



2002-01


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