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[Por Sara Berbel ]

La mercantilización de las relaciones sexuales: ¿Un modelo deseable?

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1. El deseo masculino.

Si hay un deseo poderoso, universal y unánimemente reconocido a lo largo de la historia de la humanidad, es el que sienten los hombres por las mujeres. Un deseo que trasciende el ámbito propiamente biológico para convertirse en energía vital, símbolo artístico e incluso glorificación sagrada. Según Freud, se trataba de la líbido, esa fuerza genuina que permite la vida, la creación, y cuya represión origina, en el mejor de los casos, la expresión artística, el arte por sublimación. El supuesto deseo sin límites masculino ha sido privilegiado y justificado de muy diversas maneras en las diferentes culturas conocidas. Actualmente todavía pueden escucharse muchas afirmaciones en relación a la incontenibilidad de tal impulso, a pesar de que la ciencia ha demostrado hace tiempo que, a medida que se avanza en la escala animal, los factores hormonales disminuyen su influencia a favor de los culturales. En concreto, dentro de la especie humana las imágenes eróticas son más determinantes que la activación hormonal por sí misma.

No obstante, las certezas científicas (cuando lo son) no son garantía de que la población vaya a creer en ellas. No hay más que escuchar a las personas que se empeñan en denostar el proceso evolutivo en el orígen de las especies en aras de la teoría creacionista. Del mismo modo, el supuesto deseo irrefrenable de tipo sexual de los hombres sigue impregnando los discursos psiquiátricos, políticos, artísticos y culturales. Las fantasías que otorgan al deseo sexual masculino un papel preponderante son alimentadas mediáticamente y algunos hombres deciden ponerlas en práctica. Porque hay hombres que sueñan con poseer cuerpos de mujeres sin su consentimiento, mujeres a quien en ningún caso respetan, y mucho menos aman, y de quienes con frecuencia tampoco esperan afecto ni otro sentimiento afectivo o comunicativo. Y, si bien las fantasías son absolutamente libres, en algunas ocasiones, la distancia entre el deseo y la realidad se estrecha peligrosamente.

Ese deseo imposible sobre cuerpos ajenos logra satisfacerse de una forma consentida socialmente desde tiempos inmemoriales, y consiste en pagar por ello. Y eso es lo que hacen aproximadamente un 30% de varones entre los 18 y los 49 años en nuestra sociedad, según las últimas encuestas realizadas. El deseo masculino se ve cumplido: sólo es necesario un cuerpo femenino y algún dinero. Pero ¿a quién corresponde ese cuerpo que se vende? ¿En dónde está su deseo? No se sabe ni tampoco se pretende. Las mujeres no son nunca sujetos de deseo para nuestra sociedad.

2. El deseo femenino.

El 95% de las mujeres que ocupan nuestras calles y locales donde se ejerce la prostitución son inmigrantes con graves problemas socioeconómicos y, la mayor parte de ellas, víctimas del tráfico de personas, según datos recientes de las fuerzas policiales y ONGs que les dan apoyo. Nuestro país recibe cada año decenas de miles de mujeres (hasta 300.000 como mínimo en toda España) procedentes del Este, Latinoamérica y Africa. Ese sólo dato debería alertarnos sobre la falacia de la voluntariedad en la elección de tal ejercicio. ¿Es posible que no seamos capaces de ver que lo que se esconde tras esas cifras es una profunda pobreza, miseria, imposibilidad de alcanzar algo mejor? La hipocresía de nuestra sociedad radica en no querer ver los rostros de la pobreza, de la esclavitud, incluso de la violencia cuando nos prestan un supuesto servicio social.

Pero hablábamos de deseo. El deseo de la mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución radica en su necesidad, en una radical necesidad de supervivencia para ellas y sus familias. Del mismo modo que la desesperación conduce a algunas personas a arriesgarse en viajes imposibles en pateras, o a saltar vallas con peligro de su vida, ellas arriesgan la salud e incluso la integridad física. Huyen de la miseria, de los conflictos sociales, y con frecuencia caen en las redes del crimen organizado. Cerca de un millón de mujeres entra al año en Europa para ser prostituídas, según cifras manifestadas en el I Congreso Internacional de Explotación Sexual y Tráfico de Mujeres. A la situación de indefensión y explotación a que son sometidas hay que añadir que muchas de ellas vienen mediante engaños y no son conscientes de la terrible realidad que las espera. Su único pensamiento es lograr al precio que sea un futuro mejor para ellas mismas y sus familias.

La extraordinaria lucha por la supervivencia que protagonizan estas mujeres no se realiza en igualdad de oportunidades con el resto de la población y, por tanto, no puede hablarse de libertad en la elección. Como afirma el republicanismo, las personas no son libres si no tienen garantizadas las condiciones materiales de existencia. Para que exista libertad real debe existir, primero, igualdad en las oportunidades y acceso a recursos y beneficios, parámetros que la izquierda política reivindica desde hace algunos siglos.

3. El cuerpo, objeto de consumo.

Cada vez que una persona realiza una acción, ésta tiene un efecto sobre su entorno, interviene en él e incluso lo modifica como nos mostró la Gestalt hace ya algunas décadas. A veces, el impacto del acto realizado llega incluso más allá de la realidad circundante. De este modo, cuando un hombre compra o alquila el cuerpo de una mujer está mostrando al mundo que se trata de algo “comprable”, está realizando una “cosificación”, asignándolo a la categoría de objeto, más exactamente, de objeto de consumo, precisamente lo que durante siglos ha realizado la cultura patriarcal con el cuerpo de las mujeres. Al mismo tiempo, reafirma el modelo de desigualdad entre hombres y mujeres al mostrar una situación en que uno es sujeto de su deseo y la otra objeto del mismo, transacción que suele acabar en unos beneficios que a su vez recoge otro hombre, el proxeneta. Piensen ustedes en cómo educaremos a nuestros jóvenes en la igualdad de derechos entre hombres y mujeres si saben que, al salir a la calle, los varones podrán disponer de un cuerpo femenino a la medida de sus necesidades mediante una operación comercial.

Por otra parte, al comprar o alquilar un cuerpo, al someter a las leyes del mercado el cuerpo de algunas mujeres, ocurre el efecto, aparentemente paradójico, de sustraerle todo valor. Las cuestiones a las que la sociedad otorga el máximo valor no están en venta: son aquellas como el respeto, la dignidad o el amor. El propio cuerpo de los seres humanos se valora tanto que no se permite la venta de sus órganos a pesar de que alguien deseara voluntariamente desprenderse de ellos a cambio de dinero. Sin embargo, el cuerpo de las mujeres sí está en venta, precisamente porque socialmente no se le otorga valor.

En consecuencia, la única postura respetuosa para con los hombres y las mujeres es sustraer el cuerpo del ámbito de las transacciones comerciales. Tarea que no resulta sencilla si recordamos que el negocio del sexo mueve alrededor de 40 millones de euros al año en España, situación que sin duda no resulta ajena a la ferviente defensa que se realiza desde algunas instancias para dar cobertura legal a los empresarios del sexo y a sus locales. Sin embargo, algunas experiencias europeas muestran que disminuirían espectacularmente las redes mafiosas, la explotación femenina, las vejaciones y humillaciones si la compra-venta sexual no estuviera permitida. En los países donde se ha tomado esta postura, como Suecia, no han aumentado las violaciones ni se ha incrementado la violencia sexual como algunos auguraban que sucedería sino que, por el contrario, los datos señalan que ha disminuido la prostitución en cifras globales. Los hombres son, por supuesto, capaces de ser dueños y no víctimas de sus deseos. Por el contrario, se han reducido las redes de tráfico de mujeres y muchas de las que se dedicaban a la prostitución ocupan ahora trabajos con sueldos dignos que les permiten afrontar el futuro con cierta esperanza.

4. La libertad de las personas.

Resulta difícil justificar que defendemos un modelo aduciendo que es el “menos malo”, o que siempre ha existido, como se hace cuando se defiende la regularización de la prostitución como un trabajo de servicios de proximidad. Durante siglos la sociedad ha considerado legítimas prácticas culturales contrarias a los derechos de las personas como el trabajo infantil, la esclavitud o la violencia de género. Se trata de luchar contra la explotación, no de regularla. La discusión en la actualidad es semejante a la que en el siglo XIX mantenían los movimientos abolicionistas y los partidarios de perpetuar la esclavitud: razones de conveniencia económica, de armonización social y de pervivencia e inevitabilidad histórica se manejaban entonces al igual que hoy. Es como si aceptáramos la violencia doméstica porque es menos mala que la posibilidad de perder la vida cuando las mujeres exigen la separación de sus maltratadores y adujéramos que además siempre ha existido. O como si aceptáramos la esclavitud en según qué supuestos porque es más beneficiosa para la persona esclavizada que la propia libertad, llena de peligros, e incluso si algunas de ellas escogieran permanecer en ella, donde se sienten más seguras.

El modelo de sociedad que algunas mujeres de izquierdas defendemos aspira a la existencia de relaciones libres e iguales entre los sexos, donde todas las personas son sujetos y no objetos y donde el sexo se practica por placer (de ambos) y no por necesidad. Por supuesto, ello implica reconocimiento de las mujeres prostitutas como sujetos de derecho, acceso a recursos sanitarios y sociales y, sobre todo, acceso a trabajos no precarios, estables, bien remunerados y seguros para todas las personas que habitan en nuestra sociedad, especialmente para las mujeres que siguen siendo el colectivo más vulnerable en el ámbito laboral. Puede ser difícil, pero no es utópico y, si esa reivindicación es válida para los trabajadores/as que están sufriendo situaciones vejatorias y de discriminación ¿por qué no va a serlo para las mujeres que practican, por necesidades económicas, la prostitución?

Soy partidiaria de la libertad en las elecciones afectivas, de la libertad en el uso del propio cuerpo por parte de hombres y mujeres, en el mantenimiento de relaciones sexuales voluntariamente consentidas. Pero estoy convencida de que esa libertad, tan buscada y tan añorada, sólo podrá darse si los cuerpos se encuentran en función del deseo de las personas que intervienen, hombres y mujeres, lejos de las relaciones desiguales de poder que el comercio del sexo consagra.



2005-11


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