LA CORRUPCION HOY

Quito, 10 de julio 2017

No sólo casos sino verdaderas epidemias de corrupción han acompañado estas décadas el predominio neoliberal en el mundo. Los hechos, unos enfatizados mediáticamente otros así mismo minimizados, ya hace tiempo desbordaron el falso esquema interpretativo impuesto: se había insistido  en mostrar la corrupción como signo de ‘atraso’ tercermundista, propia de un ámbito público siempre bajo sospecha, e inherente a sociedades o grupos que han dejado atrás valores y principios.

Acontecimientos en latitudes y espacios diversos –que incluyen desde la FIFA hasta la ONU y El Vaticano-, ya inocultables aunque todavía no apreciados en sus magnitudes y carácter sistémico, se han encargado de desmontar dicha versión, pues lo que se observa, de manera contundente, es países del Norte (es decir los ‘desarrollados y modernos’) plagados por esquemas de corrupción, empresas y corporaciones privadas como protagonistas de los mismos, actores políticos como coprotagonistas que exhiben, en su discurso político de derecha, una supuesta defensa y promoción de valores y principios en flagrante contradicción con sus prácticas.

Ya es evidente, entonces, que la corrupción no se explica ni funciona por la existencia de ‘individuos de mal corazón’ como se ha llegado a decir en caracterización un tanto ingenua. Funciona por intereses concretos, es un mecanismo propio del neoliberalismo para capturar recursos y riquezas sociales y públicas. Muestra que el sistema capitalista no se ha conformado con funcionalizar lo público al interés privado por medios ‘legales’ (política económica y política públicas en general), que en clave política no basta con el patrimonialismo, sino que requiere de los medios espurios  de la corrupción para extender al máximo las ganancias corporativas, la propiedad, o bien el control de los recursos que no están directamente bajo su propiedad.

Los actuales usos políticos de la corrupción son decidores de cómo ésta opera movida por intereses incluso en el nivel simbólico. Vemos que casos probados hasta la saciedad no se traducen en costo político ni sanción legal para sus actores de la derecha (el PP en España, Temer en Brasil, por ejemplo), en tanto acusaciones sin pruebas pueden operar como tramas de despojo del poder legítimo de gobiernos progresistas. La corrupción, más allá de los hechos en sí, se ha vuelto también arma de tramas de falsedad para acusar o amedrentar a líderes que incomodan a las élites, para interferir el curso de agendas de cambio.

La corrupción neoliberal está llegando a extremos que ojalá lleven a su erradicación verdadera. Seguir la pista de los dineros que cual migajas han caído en determinados bolsillos –léase cuentas off shore o similares-, resulta insuficiente si no se ven, al mismo tiempo, las gruesas huellas económicas, sociales, éticas y humanas de lo que se sacrifica  para permitir la existencia y expansión de negocios privados, para fomentar su éxito gracias a recursos públicos. Justamente en estos días desde Reino Unido resuena un ejemplo de esta huella de muerte: el Informe Chilcot confirma que la invasión a Irak fue una ‘guerra innecesaria’, basada en mentiras, engaños y violación de todo procedimiento establecido por los propios países invasores y por la comunidad internacional. Se confirma así que semejante operación de muerte y destrucción con consecuencias y ramificaciones aún vigentes se impulsó en función de negocios de petróleo, armas, ‘reconstrucción’ y conexos para empresas de británicas, estadounidenses y españolas, principalmente.

Sólo ejemplos de lo que es hoy en el mundo el ‘clima de negocios’ valorado como bueno y necesario, como ejemplo a seguir por países y sociedades, empujados a una suerte de suicidio para que un sistema corrupto y corruptor siga en pie. Salir de la corrupción implica, entonces, salir del neoliberalismo, nada menos.